viernes, 12 de abril de 2024

Vidas de Santos 1. Enero, febrero y marzo (P. Eliécer Sálesman)

 


He aquí algunos de los santos tratados en este libro, por mes:

Enero:
- María: Madre de Dios (1 de enero)
- San Antonio Abad (17 de enero)
- San Francisco de Sales (24 de enero)
- Conversión de San Pablo (25 de enero)
- Santo Tomás de Aquino (28 de enero)
- San Juan Bosco (31 de enero)

Febrero:
- La presentación de Jesús (2 de febrero)
- Santa Águeda (5 de febrero)
- Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero)
- Santa Bernardita Soubirous (18 de febrero)
- Santa Francisca Javier Cabrini (20 de febrero)
- San Moisés, profeta (24 de febrero)

Marzo
- Los 40 mártires de Sebaste (1 de marzo)
- Santas Felicidad y Perpetura (7 de marzo)
- San Abrahán, patriarca (12 de marzo)
- San Patricio (17 de marzo)
- San Cirilo de Jerusalén (18 de marzo)
- San José (19 de marzo)
- Santo Toribio de Mogrovejo (23 de marzo)
- La Anunciación (25 de marzo)
- Beato Miguel Pro (31 de marzo)

A continuación, transcribo el texto correspondiente a los 40 mártires de Sebaste (1 de marzo).

MARZO 1
LOS CUARENTA MÁRTIRES
DE SEBASTE (Año 320)

En el año 320 el emperador Licinio publicó un decreto ordenando que los cristianos que no renegaran de su religión serían condenados a muerte.

Cuando el gobernador de Sebaste (en Turquía) leyó en público el decreto del emperador, 40 soldados declararon que ellos no ofrecerían incienso a los ídolos y que se proponían ser fieles a Jesucristo hasta la muerte.

El gobernador les anunció que si no renegaban de la religión de Cristo, sufrirían grandes tormentos y que si quemaban incienso a los ídolos recibirían grandes premios. Pero ellos declararon valientemente que todos los tormentos del mundo no conseguirían apartarles de la verdadera religión.

El gobernador mandó torturarlos y echarlos en un oscuro calabozo. Los fervorosos soldados sufrieron gustosos los tormentos entonando aquellas palabras del salmo 90: "Dice el Señor: al que se declare en mi favor lo defenderé, lo glorificaré y con él estaré en la tribulación." (La cárcerl se iluminó y oyeron que Cristo los animaba a sufrir con valentía).

 El suplicio del hielo. El gobernador, lleno de ira, los hizo llevar a un lago helado y echarlos en él por la noche. Y allí muy cerca hizo colocar un estanque con agua tibia, para que el que quisiera renegar de la religión se pasara del agua helada al agua tibia. En esa noche hacía un frío espantoso.

Los mártires se animaban unos a otros diciendo: "Por esta noche de hielo conseguiremos el día sin fin de la gloria en la eternidad feliz". Y mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también 40 los que lograran ir con Cristo al cielo. 

Un cambio curioso. Y sucedió que ante el tormento del hielo uno de ellos se desanimó y se pasó al estanque de agua tibia. Pero ese cambio le produjo en seguida la muerte. Los otros seguían rezando y cantando himnos a Jesucristo y entonces uno de los soldados que los custodiaban gritó: Yo también creo en Cristo", y fue echado al lago helado para martirizarlo.

Uno de los mártires vio que venían 40 ángeles cada uno con una corona pero que un ángel se quedaba sin encontrar a quién darle la corona. Pero apenas el soldado proclamó su fe en Jesús, y fue echado al hielo, el ángel se le acercó para darle la corona del martírio. Y así fueron 40 los que volaron al cielo, después de tres días y tres noches de estar agonizando en el terrible hielo del lago.

Los soldados invitaban al más jovencito de todos para que renegara de su fe y se saliera de entre el hielo, pero la mamá del mártir le gritaba: "Hijo mío, recuerda que si te declaras amigo de Cristo en esta tierra, Cristo se declarará amigo tuyo en el cielo". Y el joven perseveró valientemente en su martirio alabando a Dios.

Las gentes reconocieron después los restos de estos soldados mártires y los conservaron con gran veneración. San Basilio decía: "Las reliquias de estos 40 santos son como murallas que nos defienden de los enemigos del alma".

San Gregorio cuenta que junto a los restos o reliquias de los 40 mártires la gente obtuvo muchos milagros, y que muchísimos cristianos se animaban a permanecer valientemente en la fe al recodar el martirio de los 40 soldados que prefirieron perder la vida del cuerpo antes que perder la fe del alma.

Señor: que también hoy sigamos el ejemplo de proclamar valientemente la fe católica y que prefiramos cualquier clase de suplicios y hasta muerte, con tal de conservarnos fieles a Jesucristo todos los días de nuestras vidas.  

domingo, 31 de marzo de 2024

Encíclica Veritatis Splendor. Sobre algunas cuestiones de la enseñanza moral de la Iglesia (San Juan Pablo II)

 


Con Veritatis Splendor san Juan Pablo II desarrolla amplia y profundamente las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral. Debemos estar unidos firmemente a la Verdad en Cristo, cumplimiento los M andamientos. Como buen maestro nos alerta contra aquellas corrientes de pensamiento erróneas sobre la moral, y nos enseña que el camino a seguir para alcanzar la vida eterna es la vida en rectitud a Cristo nuestro Señor.

Dejo aquí algunos pasajes seleccionados:

La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: "Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19, 16) evidencia inmeditamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es "Bueno", constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamiento" (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida. (p.94)

"Sucede frecuentemente -afirma el Aquinate- que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)" (p.102)

..."No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios". (p.103)

sábado, 9 de marzo de 2024

La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa (Joseph Ratzinger: Benedicto XVI)

 


Pasajes seleccionados del libro:


DE DÓNDE NACEN  MIS MEDITACIONES  SOBRE LA SEMANA SANTA

Me interrogaba sobre mi ser cristiano, sobre cuáles eran el  fundamento y el itinerario.

No es excepcional que un hombre aparentemente derrotado, muerto en el abandono  y el sufrimiento más extremos, sea presentado  como el redentor de todos los hombres? ¿Qué  tiene que ver el dolor con la salvación, el sufrimiento con la felicidad? Me resultó inmediatamente claro que la cuestión de la relación entre  amor y dolor coincidía con la cuestión esencial  de la cruz y con la posterior cuestión, ligada a  ésta, de cómo la existencia de otro, su pasión  y su victoria, pueden determinar mi vida en lo  más profundo y cambiarla. Pero aquí se trata de  hablar sobre todo de las meditaciones sobre el  Sábado Santo.

El hecho  de nacer el Sábado Santo me había donado el  privilegio de un bautismo ligado de un modo  absolutamente evidente a la Pascua cristiana,  de tal manera que la raíz íntima y el significado esencial del bautismo emergían con especial  claridad. El mensaje del día en que vine al mundo tenía un vínculo particular con la liturgia de  la Iglesia; y mi vida se había orientado desde el  principio hacia este singular entretejido de oscuridad y de luz, de dolor y de esperanza, de  ocultación y de presencia de Dios.

hasta comienzos de los años  cincuenta, cuando Pío XII emprendió la reforma de la Semana Santa, la figura litúrgica del  Sábado Santo presentaba un doble aspecto. Las  vidrieras de la iglesia se cubrían como signo de  luto, pero ya por la mañana se celebraba la liturgia que culminaba en la representación simbólica de la resurrección con la elevación del cirio  pascual y con el canto del himno a la luz. Supe  muy pronto que en origen esta liturgia se celebraba en el alba del día de pascua, pero que  posteriormente el comienzo se había adelantado a la noche del Sábado Santo a causa de los numerosos catecúmenos que durante esta celebración recibían el bautismo, el sacramento de  la muerte y resurrección: si la elevación del cirio  es un drama simbólico en el que el signo de la  nueva luz representa la victoria sobre la muerte,  el bautismo de muchas personas, con respecto  al símbolo de la luz, se entendía como presencia  real del misterio pascual. Quien lo recibía pasaba él mismo a través de la muerte y de la resurrección; desde aquel momento estaba unido  con toda su vida al Resucitado, siendo así sustraído anticipadamente a la muerte por el hecho  de mantenerse junto al Resucitado, que lo habría conducido a través de la noche de la muerte. En este drama litúrgico, junto al simbolismo  de la luz, encontraba un espacio la simbología  del agua, con un doble significado: el agua como  amenaza a la vida, como potencia destructora,  como elemento de muerte; y el agua como fuente de vida, condición para toda vida.

El misterio de Cristo muerto por nosotros, que  como muerto yacía en el sepulcro, caracterizaba  la piedad popular de este día. La contradicción  que tenía lugar entre liturgia y piedad popular  no me parecía, sin embargo, del todo exenta  de sentido; en ella se me manifestaba algo de  ese claroscuro que constituye el ser cristiano y  algo de esa íntima tensión que forma parte de  la existencia cristiana: hay siempre nuevas anticipaciones de la esperanza —relámpagos en los  que parece irrumpir repentinamente la victoria  de Dios—, pero también nuevos momentos de  oscuridad en los que todo es revocado y en los  que somos inevitablemente confrontados con la  ausencia de Dios.

La reforma de Pío XII eliminó esa extraña  —si bien de algún modo expresiva— anomalía  litúrgica. El Sábado Santo es hoy desde el principio hasta el final el día del gran silencio, como  se lee en la homilía que la tradición atribuye a  Epifanio: «¿Qué es esto? Hoy un gran silencio  reina sobre la tierra; gran silencio y soledad; un  gran silencio, porque el rey está durmiendo. La  tierra estaba atemorizada y como en suspenso,  porque el Dios encarnado se había dormido...»

Ahora reina por todas partes la  oscuridad llena de misterio de una iglesia cuyas  vidrieras cubiertas dejan entrar de mala gana la  luz, a la que acompaña la imagen de Jesús muerto en el Santo Sepulcro y la oración silenciosa  ante el Santísimo.


Pintura "El cuerpo de Cristo muerto en la tumba" (Hans Holbien el Joven)

Muchos, frente a la imagen  del Cristo que yace en el sepulcro, se habrán  visto sorprendidos por sentimientos nada diferentes de los experimentados por Dostoievski  cuando, en 1867, quedó profundamente conmovido en el Museo de Basilea por el cuadro de  Hans Holbein que representa a Cristo muerto,  «el cual ha soportado tormentos inhumanos, ha  sido ya bajado de la cruz y ahora está expuesto  a la corrupción». La experiencia de Dostoievski frente a esta imagen —tomada sin duda de la  tradición de los sepulcros del Sábado Santo—  ha sido situada en el contexto del siglo XIX por  Henri de Lubac, que la puso en relación, de manera muy eficaz, con la filosofía nietzscheana  de la muerte de Dios.

Es un aspecto del Sábado  Santo que, naturalmente, para el fiel no podía  quedar aislado: él, por encima de la imagen, veía  la sagrada Realidad de Cristo resucitado y presente, más allá de la muerte, en la hostia; y, aun  sabiendo que esta muerte nos espera siempre,  era también consciente de que a través de ella ya  se transparenta el misterio de la vida, la victoria sobre la corrupción y la eterna gloria del Cuerpo de Cristo.

En el  Símbolo apostólico, al Sábado Santo le corresponde la frase (Christus) «descendit ad inferos»  que, en la traducción alemana, entonces sonaba  así: «descendió al infierno» («Hölle»). La nueva  traducción de los años setenta ha mitigado esta  afirmación tan rica de misterio con la fórmula  «descendido al reino de la muerte»

Cristo mismo habría estado en los infiernos, en el sentido más profundo del término, y sólo en este último estadio de su descenso la redención habría llegado hasta el abismo más profundo, hasta el propio infierno.

Así, en realidad, el término indicaría simplemente que Jesús ha muerto.

no se había pensado sobre ella hasta el fondo. En efecto, ¿qué  significa que alguien «ha muerto»? ¿Qué es la  muerte? Para quien mira desde fuera, ¿qué es  una persona que está muerta? ¿En qué consiste  el «reino de la muerte», si se puede excluir la  idea banal de que sea simplemente la nada? Así,  detrás de la aparente solución, vuelven a aflorar  de nuevo todas las preguntas que los teólogos  han discutido durante siglos.

síntesis de las  aporías: sí, Jesús ha muerto, ha «descendido» a  la profundidad misteriosa a la que la muerte nos conduce. Ha marchado hacia la soledad más  extrema, donde nadie nos puede acompañar.  En efecto, «estar muerto» comporta ante todo  la pérdida de la comunicación, una soledad en la  que el amor ya no puede avanzar. En ese sentido, Cristo fue «al infierno», cuya esencia es  justamente la privación del amor, la separación  de Dios y de los hombres. Pero allí donde llega Él, el «infierno» deja de ser infierno, puesto  que él mismo es la vida y el amor, puesto que él  es el puente que une al hombre y a Dios y, por  eso mismo, también a los hombres entre ellos.  Así, el descenso es al mismo tiempo también  transformación: ya no existe la última soledad  —o como mucho puede existir para aquel que  la quiere expresamente, que desde lo más íntimo y desde aquello que lo constituye rechaza  el amor porque quiere ser solamente él mismo,  desde él mismo y por él mismo—. No pretendo  desarrollar más adelante, en estas páginas, tales  reflexiones. Sólo quiero indicar las cuestiones  que me apremiaban mientras escribía mis meditaciones sobre la Semana Santa.

gran crisis de la conciencia cristiana que, con los  acontecimientos de 1968, se hicieron también  visibles y tangibles al exterior.

las ventanas tapadas con trapos negros se convirtieron en el símbolo de la situación de nuestro mundo: hay ventanas, es cierto, pero están  cubiertas, no penetra por ellas la luz de fuera y  de lo alto, Dios se esconde.

Precisamente porque me sabía partícipe de las miserias de nuestra generación, me sentía llamado a dar voz a  la esperanza, la cual, en verdad, en la hora del  silencio y de la oscuridad está particularmente  cercana.

VIERNES SANTO

I

«Mirarán al que traspasaron». Con estas  palabras concluye el evangelista Juan su relato  de la pasión de Jesús; 

con estas palabras introduce la visión de Cristo en el último libro del  Nuevo Testamento, que nosotros llamamos  Apocalipsis.

«Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Mirarán al que  traspasaron».

Oh Señor, concédenos en esta hora poder  mirarte, en la hora de tu oscuridad y de tu rebajamiento a la obra de un mundo que quiere  olvidar la Cruz como se hace con un incidente  desagradable, que se oculta a tu mirada, considerándola una inútil pérdida de tiempo y no se  da cuenta de que es precisamente aquí donde  nos sale al encuentro tu hora decisiva, en la cual  nadie podrá sustraerse a tu mirada.

Sobre el hecho de la lanzada al crucificado,  Juan habla con una solemnidad extrañamente  pormenorizada, que al mismo tiempo deja reconocer el peso que el evangelista atribuye a este  acontecimiento. En la narración, que concluye  con una fórmula de testimonio casi de conjuro,  se insertan dos textos del Antiguo Testamento,  mediante los cuales llega a resultar al mismo  tiempo evidente el significado de este acontecimiento.

«No le quebrarán ningún hueso», dice Juan  apelando a un texto del ritual pascual judío que  contiene una prescripción sobre el cordero pascual. Nos hace comprender así que Jesús,  cuyo costado era traspasado en el mismo momento en que en el templo se producía el degüello del cordero pascual, es el verdadero cordero  sin defecto en el cual se cumple definitivamente  el significado de todo culto y de todo ritual, más  aún, en el único en el que se pone de manifiesto  qué significa el culto en verdad.

Todo culto precristiano se basa, en última  instancia, en la idea de la sustitución: el hombre  es consciente de que fundamentalmente debe  darse a sí mismo si quiere honrar a Dios de manera adecuada, pero experimenta al mismo tiempo la imposibilidad de darse, y aparece, por tanto,  la sustitución: hecatombes de holocaustos arden  sobre los altares de los antiguos, se desarrolla un  potente sistema ritual, pero pesa sobre todo ello  el drama de una inutilidad impresionante, ya  que no existe nada con lo que el hombre pueda  sustituirse a sí mismo: cualquier cosa que pueda ofrecer resulta siempre demasiado poco.

Mientras  en el templo se desangraban los corderos pascuales, fuera de la ciudad muere un hombre, el  Hijo de Dios, muerto por aquellos mismos que  creen honrar a Dios en el templo. Dios muere  como hombre, se da todo él a los hombres que  no están en disposición de darse a él y pone, por  tanto, en el lugar de la inútil sustitución cultual  la realidad de su amor omnisuficiente.

La carta a los hebreos desarrolló con posterioridad la pequeña alusión del evangelio de Juan  al interpretar la liturgia judía del día de la reconciliación como el preludio figurado de la liturgia  real de la vida y de la muerte de Cristo Jesús. Lo  que a los ojos del mundo aparecía como un hecho absolutamente profano, como la ejecución  de un hombre condenado a muerte por agitador  político, era en realidad la única liturgia verdadera de la historia del mundo, liturgia cósmica  a través de la cual Jesús, no ya en la esfera delimitada y cultual del templo, sino fuera, ante  todo el mundo, penetró a través de las paredes  de la muerte en el templo verdadero: a la presencia del Padre. Y él no llevó sangre de animales como sustituto, sino a sí mismo, conforme al  amor auténtico que no puede donarse más que  a sí mismo. La realidad del amor que se da a sí mismo ha eliminado el juego de la sustitución,  que queda ya para siempre fuera de lugar. El  velo del templo se ha rasgado, ya no hay culto  excepto en la participación del amor de Jesucristo que constituye el día perpetuo de la reconciliación cósmica. Y, no obstante, la idea de la sustitución ha recibido en Cristo un sentido nuevo e  inaudito. Dios mismo se ha puesto en Jesucristo  en nuestro lugar y todos nosotros vivimos sólo  a partir del misterio de esta sustitución.

El segundo texto del Antiguo Testamento incluido en la narración de la lanzada hace todavía  más evidente cuanto hemos dicho, aun cuando  permanezcan oscuros los detalles. Juan dice que  un soldado abrió el costado de Jesús con la lanza. Emplea la misma palabra que se utiliza en el  Antiguo Testamento para describir la creación  de Eva del costado de Adán dormido. Cualquiera que sea el significado de esta alusión vista  más de cerca, es suficientemente claro que en la  relación recíproca entre Cristo y la humanidad  creyente se repite el misterio de la creación, en  el cual se da la procedencia de la mujer a partir  del hombre y la donación recíproca de ambos.  La Iglesia nace del costado abierto de Cristo  moribundo o, si queremos expresarlo con términos distintos y menos metafóricos, ha sido la  propia muerte del Señor, la radicalidad del amor que llega a la autodonación, la que ha causado  esta fecundidad. Precisamente porque él no se  encerró en el egoísmo de quien vive sólo para sí  mismo y pone su propia autoconservación por  encima de todo, sino que se dejó abrir para salir  de sí mismo y existir para los demás, él alcanza  ya todos los tiempos, más allá de sí mismo.

El costado abierto es el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un nuevo Adán; es  la contraseña de Cristo como el hombre que  existe-para-los-demás.

La fe dice de Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; en el texto griego original se dice de manera más exacta y apropiada que él es una sola  «hipóstasis», un único ser autónomo.

Jesús es  el hombre verdadero, a partir del cual se mide a  todo hombre, hacia el que debe ir todo ser humano para llegar a su propia autenticidad.

es hombre perfecto precisamente en cuanto que  en esto no es «hipóstasis», ser-que-subsiste-ensí-mismo.

Jesús no es, por así decir,  otra cosa que el movimiento desde sí mismo hacia el Padre y hacia los hombres. Y justamente  por esto, porque en él se ha roto radicalmente el  anillo de la rotación en torno a sí mismo, él es  al mismo tiempo hijo de Dios e hijo del hombre. Justamente porque él existe para los demás  totalmente, él es totalmente él mismo —imagen  final de la verdadera humanidad—. Hacerse  cristiano significa hacerse hombre, llegar a la  humanidad verdadera, al ser para los demás y al  ser-a-partir-de-Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el  punto de partida del verdadero ser humano del  hombre: mirarán al que traspasaron.

II

Dirijamos una vez más nuestros ojos hacia  el costado abierto de Cristo crucificado,  ya que esta mirada constituye el sentido íntimo de  la Semana Santa, que quiere desviar nuestros ojos  de todas las atracciones del mundo, del espejismo  de sus promesas de escaparate, hacia el verdadero  punto de dirección, el único que puede garantizarnos el camino en medio del laberinto de callejuelas que giran siempre en torno al mismo lugar.

Juan expresó de un modo diferente el pensamiento de que la Iglesia debe su origen más profundo al costado traspasado de Cristo. Él alude  al hecho de que de la herida del costado manó  sangre y agua. Sangre y agua indican para él los  dos sacramentos fundamentales, bautismo y eucaristía, que a su vez constituyen el contenido  auténtico del ser-iglesia de la Iglesia. Bautismo  y eucaristía son los dos modos a través de los  cuales los hombres pueden ser incorporados al  espacio vital de Jesucristo.

El bautismo, en efecto, significa que un  hombre se hace cristiano y se pone bajo el nombre de Jesucristo.

El bautismo, que, como actuación sacramental del llegar a ser cristianos,  nos une al nombre de Cristo, significa exactamente un acontecimiento similar al matrimonio: compenetración de nuestra existencia con  la suya, inclusión de nuestra vida en la suya,  que se convierte así en criterio y espacio de mi  ser humano.

La eucaristía es a su vez comunión de la mesa  con el Señor, que nos quiere transformar en él  para conducirnos el uno hacia el otro, ya que  todos comemos el mismo pan. En efecto, no somos nosotros los que asumimos el cuerpo del  Señor, sino que es él quien nos saca, por así decir, fuera de nosotros mismos y nos incorpora a  él para hacernos Iglesia.

Juan hace remontar los dos sacramentos a la  cruz; los ve manar del costado abierto del Señor  y considera cumplida la palabra del discurso de despedida: yo me voy y vuelvo a vosotros;  precisamente mientras me voy vengo a vosotros; más aún, mi partida —la muerte sobre la  Cruz— es ella misma mi retorno. Mientras vivimos, nuestro cuerpo no es sólo el puente que  nos une recíprocamente, sino también la barrera  que nos separa, nos recluye en la inaccesibilidad  de nuestro yo, dentro de nuestra forma espacio-temporal. El costado abierto se convierte de  nuevo en el símbolo de la nueva apertura que  el Señor viene a construir mediante su muerte:  la barrera del cuerpo ya no lo ata, sangre y agua  corren a través de la historia. Por su resurrección  él es el espacio abierto que nos llama a todos.  Su retorno no es sólo un acontecimiento lejano,  al final de los tiempos, sino que ha comenzado  ya en la hora de su muerte, a partir de la cual él  viene en medio de nosotros de un modo siempre nuevo.

En la muerte del Señor se ha cumplido el destino de la semilla de trigo: si ésta no  cae por tierra permanece sola; pero cae y muere  en la tierra, y así produce fruto al ciento por  uno. Vivimos continuamente de este fruto de  la semilla de trigo muerta: en el pan de trigo de  la eucaristía recibimos la inagotable multiplicación de pan del amor de Jesucristo, suficiente  para saciar el hambre de todos los tiempos. 

quiere asumirnos tambiéna nosotros al servicio de esta multiplicación de  panes. Los dos panes de cebada de nuestra vida  podrán parecer inútiles, pero el Señor necesita  de ellos y los exige. 

Los sacramentos de la Iglesia son, como ella  misma, fruto de la semilla de trigo que muere. Recibirlos significa para nosotros darnos a  ese movimiento del que provienen. Es decir, se  nos exige que penetremos en ese perderse, sin  el cual no nos podemos reencontrar: «Quien  quiera conservar su vida la debe perder; pero  quien la pierda por mi nombre y por el evangelio, la conservará»; esta palabra del Señor es la  fórmula fundamental de la vida cristiana. Creer,  en última instancia, no es otra cosa que decir sí  a esta santa aventura de perderse, y precisamente aquí, a partir de su núcleo profundo, no es  otra cosa que amor auténtico. 

La vida cristiana  recibe su forma determinante de la Cruz de Jesucristo y la apertura del cristiano al mundo, de  la que se oye tanto hablar hoy, no puede hallar  su verdadero modelo en otro que no sea el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor  radical, el único que puede redimir.

Lo que en primer lugar es signo de su muerte,  expresión de su fracaso en el abismo de la muerte, es al mismo tiempo un nuevo comienzo: el crucificado resurgirá y no morirá más... De la  profundidad de la muerte se alza la promesa de  la vida eterna. 

Sobre la Cruz de Jesucristo brilla para siempre el esplendor victorioso de la mañana de  Pascua. Vivir con él a partir de la Cruz significa  vivir siempre también bajo la promesa de la alegría pascual.

SÁBADO SANTO

I

Sábado Santo: día de la sepultura de Dios;  ¿no es éste, de una manera impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un  gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío  helador en el corazón que se hace cada vez más  grande, y por este motivo se disponen, llenos  de vergüenza y de angustia, a volver a casa y se encaminan a escondidas y destruidos en su  desesperación hacia Emaús, no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto  estaba en medio de ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado:  ¿nos hemos dado cuenta de que esta frase está  tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana y que nosotros hemos repetido a menudo  en nuestros viae crucis algo parecido sin darnos  cuenta de la gravedad tremenda de cuanto decíamos? Nosotros lo hemos matado, recluyéndolo  en la concha rancia de nuestros pensamientos  habituales, exiliándolo a una forma de piedad  sin contenido de realidad y perdida en el giro  de las frases devocionales o de las preciosidades arqueológicas; nosotros lo hemos matado a  través de la ambigüedad de nuestra vida, que ha  extendido un velo de oscuridad también sobre  él: en efecto, ¿qué habría podido hacer más problemático en este mundo a Dios, que la problematicidad de la fe y del amor de sus creyentes?

La oscuridad divina de este día, de este siglo  que se convierte cada vez en mayor medida en  un Sábado Santo, habla a nuestra conciencia.  También nosotros tenemos que ver con ella.  Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. La muerte de Dios en Jesucristo es al mismo tiempo expresión de su solidaridad radical con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es  al mismo tiempo el signo más claro de una esperanza que no tiene límites. Y una cosa más: sólo  a través del fracaso del Viernes Santo, sólo a través del silencio de muerte del Sábado Santo los  discípulos pudieron ser llevados a la comprensión de lo que era verdaderamente Jesús y de  lo que su mensaje significaba en realidad. Dios  debía morir por ellos para poder vivir realmente en ellos. La imagen que se habían formado  de Dios, en la que habían tratado de encerrarlo,  debía ser destruida para que ellos, a través de los  escombros de la casa derribada, pudieran ver el  cielo, a él mismo, que permanece siempre el infinitamente más grande. 

Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar  de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más  grande si no estuviese él. 

Hay una escena en el Evangelio que anticipa  de un modo extraordinario el silencio del Sábado  Santo y aparece una vez más, por tanto, como  el retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en una barca que, zarandeada por la  tempestad, parece naufragar.

El profeta Elías se  había reído en una ocasión de los sacerdotes de  Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego... ¿Pero no duerme Dios realmente? El escarnio  del profeta, ¿no toca finalmente también a los  creyentes del Dios de Israel que viajan con él  en una barca que parece naufragar?

Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar, ¿no es  ésta la experiencia de nuestra vida? La Iglesia,  la fe, ¿no se asemejan a una pequeña barca que  parece naufragar, que lucha inútilmente contra  las olas y el viento, mientras Dios está ausente?  Los discípulos gritan en la desesperación extrema y sacuden al Señor para despertarlo, pero él  se muestra sorprendido y les reprocha su poca  fe. ¿Pero acaso es distinto para nosotros? (...) Despierta,  no dejes que dure eternamente la oscuridad del  Sábado Santo, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días, acompáñanos cuando  nos dirigimos desesperados hacia Emaús para  que nuestro corazón se pueda encender con tu  cercanía. (...) no nos dejes en la oscuridad,  no permitas que tu palabra se pierda en el gran  derroche de palabras de estos tiempos. Señor,  danos tu ayuda, porque sin ti naufragaremos.

II

La ocultación de Dios a este mundo  constituye el verdadero misterio del Sábado Santo, misterio al que se alude ya en las  enigmáticas palabras según las cuales Jesús «descendió a los infiernos». Al mismo tiempo, la experiencia de nuestra época nos ha ofrecido una  aproximación completamente nueva al Sábado  Santo, ya que la ocultación de Dios al mundo  que le pertenece y que debería anunciar con mil  lenguas su nombre, la experiencia de la impotencia de Dios que es no obstante el Omnipotente, es la experiencia y la miseria de nuestro  tiempo.

cuando se dice de  manera misteriosa que Jesús «descendió a los  infiernos». Digámoslo con toda claridad: nadie  está en disposición de explicarlo verdaderamente. Ni queda más claro diciendo que aquí infierno es una mala traducción de la palabra hebrea  shêol, que indica sencillamente todo el reino de  los muertos, y, por tanto, la fórmula querría decir en origen sólo que Jesús descendió a la profundidad de la muerte, está realmente muerto y  ha participado en el abismo de nuestro destino  de muerte. Y surge entonces la pregunta: ¿qué  es realmente la muerte y qué sucede efectivamente cuando se desciende a las profundidades  de la muerte?

Ahora, sin  embargo, la muerte es también vida.

Si un niño se tuviese que aventurar solo en  la noche oscura a través de un bosque, tendría  miedo aunque se le demostrara cien veces que  no había ningún peligro. Él no tiene miedo de  algo determinado, a lo que se le pueda dar un  nombre, sino que en la oscuridad experimenta  la inseguridad, la condición de huérfano, el carácter siniestro de la existencia en sí. Sólo una  voz humana podría consolarlo; sólo la mano de  una persona querida podría ahuyentar como  un feo sueño la angustia. Se da una angustia  —verdadera, que anida en las profundidades de  nuestras soledades— que no puede ser superada  mediante la razón, sino sólo con la presencia de  una persona que nos ama.

Sin  embargo, allá donde se da una soledad tal que  no puede llenarse ya por la palabra transformadora del amor, entonces nosotros hablamos  de infierno. Y nosotros sabemos que no pocos  hombres de nuestro tiempo, aparentemente tan  optimista, son de la opinión de que todo encuentro se queda en la superficie, que ningún hombre  tiene acceso a la última y verdadera profundidad  del otro y que, por tanto, en el fondo último de  toda existencia subyace la desesperación, más  aún, el infierno. 

Jean-Paul Sartre expresó esto  en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina  del hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra  ninguna palabra que conforte, una puerta que  nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de  este mundo es, en último término, la angustia  provocada por esta soledad.

El  término empleado en el Antiguo Testamento  para el reino de los muertos era el mismo con  que se indicaba el infierno: shêol. La muerte, en  efecto, es soledad absoluta. Pero la soledad que  ya no puede ser iluminada por el amor, que es tan profunda que el amor ya no puede acceder a  ella, es el infierno.  «Descendió a los infiernos»: esta confesión  del Sábado Santo significa que Cristo ha atravesado la puerta de la soledad, que ha descendido  al fondo inalcanzable e insuperable de nuestra  condición de ser abandonado. Sin embargo,  esto significa que también en la noche extrema  en la que no penetra ninguna palabra, en la que  todos nosotros somos como niños despreciados, llorosos, se da una voz que nos llama, una  mano que nos toma y nos conduce. La soledad  insuperable del hombre ha sido superada desde  el momento en que Él se ha encontrado en ella.  El infierno ha sido vencido desde el momento en  que el amor ha entrado también en la región de la  muerte y la tierra de nadie de la soledad ha sido  habitada por él. En lo profundo de sí el hombre  no vive de pan, en la autenticidad de su ser vive  por el hecho de que es amado y de que se le permite amar. A partir del momento en que en el  espacio de la muerte se da la presencia del amor,  se da la vida en medio de la muerte: «la vida de  los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma», reza la Iglesia en la liturgia de difuntos. 

acercarnos a la hora de nuestra soledad última,  se nos concederá comprender algo de la gran  claridad de este oscuro misterio. En la certeza  cargada de esperanza de que en aquella hora de  extremo abandono no estaremos solos podemos  presagiar ya ahora algo de lo que sucederá. Y en  medio de nuestra protesta contra la oscuridad  de la muerte de Dios comenzamos a estar agradecidos por la luz que viene a nosotros desde  esta oscuridad.

III

En el breviario romano, la liturgia del  triduo pascual está estructurada con un  cuidado particular; la Iglesia, con su oración, quiere transportarnos, por así decir, a la  realidad de la pasión del Señor y, más allá de las  palabras, al centro espiritual de lo que sucedió.  Si se quisiera intentar destacar en pocos trazos  la liturgia orante del Sábado Santo, sería necesario hablar sobre todo del efecto de paz profunda que emana de ella. 

Ya se ha hecho verdadera la audaz palabra del salmista: aunque me quisiera esconder  en el infierno, también allí estás tú. Y cuanto  más se recorre esta liturgia, más se perciben brillar en ella, como una aurora de la mañana, las  primeras luces de la Pascua.

Si el Viernes Santo nos pone ante los ojos la figura desfigurada del  traspasado, la liturgia del Sábado Santo se refiere más bien a la imagen de la Cruz más apreciada por la Iglesia antigua: a la Cruz rodeada  por rayos luminosos, signo a un tiempo de la  muerte y de la resurrección.

El Sábado Santo nos remite así a un aspecto  de la piedad cristiana que tal vez se ha extraviado  en el transcurso de los tiempos. Cuando nosotros miramos a la Cruz en la oración, a menudo  vemos en ella solamente un signo de la pasión  histórica del Señor en el Gólgota. Sin embargo,  el origen de la devoción a la Cruz es distinto:  los cristianos rezaban en dirección a Oriente  para expresar su esperanza de que Cristo, el sol  verdadero, amanecería sobre la historia, para expresar, por tanto, su fe en el retorno del Señor.  La Cruz está en un primer momento ligada estrechamente a esta orientación de la oración, se  representa, por así decir, como si fuera la enseña  que el rey enarbolará a su llegada; en la imagen  de la Cruz la avanzadilla del cortejo ya está en  medio de aquellos que rezan. Para el cristianismo antiguo, la Cruz es signo sobre todo de la  esperanza. No implica tanto una referencia al  Señor que ha pasado, cuanto al Señor que está  por venir.

Era necesario defender la santa insensatez del amor de Dios que  no eligió pronunciar una palabra de poder, sino  recorrer la vía de la impotencia para humillar  nuestro sueño de poder y vencerlo desde dentro.

Pero ¿no habremos olvidado así un poco demasiado la conexión entre Cruz y esperanza,  la unidad entre el Oriente y la dirección de la  Cruz, entre pasado y futuro existente en el cristianismo? El espíritu de la esperanza que respira  sobre las oraciones del Sábado Santo debería penetrar de nuevo todo nuestro ser cristianos. El  cristianismo no es sólo una religión del pasado,  sino, en una medida no menor, del futuro; su  fe es al mismo tiempo esperanza, ya que Cristo  no es sólo el muerto y resucitado, sino también  aquel que está por venir.

Oh Señor, ilumina nuestras almas con este  misterio de la esperanza para que reconozcamos  la luz que irradia tu Cruz; concédenos que como  cristianos avancemos tendiendo hacia el futuro,  hacia el encuentro con el día de tu venida.

ORACIÓN 

Señor Jesucristo, en la oscuridad de la  muerte Tú has dado luz, en el abismo de la  soledad más profunda habita ya para siempre la protección poderosa de Tu amor; en  medio de Tu ocultación podemos ya cantar  el aleluya de los salvados. Concédenos la  sencillez humilde de la fe, que no se deje  desviar cuando Tú nos llames en las horas  de oscuridad, de abandono, cuando todo  parezca ser problemático: concédenos, en  este tiempo en el que se combate en una  lucha feroz en torno a Ti, luz suficiente  para no perderte; luz suficiente para que  podamos darla a cuantos tienen aún necesidad de ella. Haz brillar el misterio de  Tu alegría pascual, como aurora de la mañana, en nuestros días; concédenos poder  ser verdaderamente hombres pascuales en  medio del Sábado Santo de la historia.  Concédenos que a través de los días luminosos y oscuros de este tiempo podamos  encontrarnos siempre con ánimo alegre  en camino hacia Tu gloria futura.

Amén.

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Traducción: Gabriel Lanzas

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Un libro imprescindible.

viernes, 1 de marzo de 2024

Relatos a la sombra de la Cruz (padre Enrique Monasterio)

 


Para este tiempo de cuaresma, y no solamente, este libro del padre Enrique Monasterio "Relatos a la sombra de la Cruz", pone nuestro espíritu en buena disposición para estar a la sombra de la Cruz.

Tomando como base las Sagradas Escrituras, los relatos se introducen en los intersticios de la Palabra y dan vida, de manera ficcionada pero con profunda carga espiritual, a voces de aquellos personajes que muchos seguimos recordando en estos tiempos. Lázaro, Juan el evangelista, María Magdalena, María Santísima, José de Arimatea, Nicodemo, Dimas, Barrabás, Caifás, entre otros, inclusive el burrito que sirvió a Jesús para la entrada a Jerusalén.

Complementa el libro con unas meditaciones finales que el padre Enrique Monasterio realizó teniendo frente a él a Jesús Eucaristía. Con la composición musical gregoriana de Santo Tomás de Aquino, "Adoro te devote" va meditando, verso a verso hasta decir "Vultum tuum Domine, requiram!" (¡Busco tu rostro, Señor!).

Transcribo el relato "Hoy estarás conmigo":

–¿Y quién es este? –se preguntaron sorprendidos los ángeles.
No tenía buen aspecto, francamente; pero llegó al Paraíso aquella misma tarde, cuando acababan de abrirse las puertas. No hubo necesidad de pedirle la entrada; le bastó con mostrar las llagas de sus manos; las mismas que tenía Jesús.
Se llamaba Dimas, fue ladrón profesional y acababa de asaltar el Cielo en su mejor golpe.


Sobre el autor: (https://www.clubdellector.com/autor/monasterio-enrique)


Enrique Monasterio Hernández nació en Bilbao en 1941. Es Licenciado en Derecho (1963) y Doctor en Teología (1968). En 1969 se ordena sacerdote y, desde entonces, trabaja en Valencia, en Roma y en Madrid, casi siempre en relación con capellanías de centros universitarios y de estudiantes de Bachillerato.

Actualmente reside en Madrid. Desde hace años escribe mensualmente en la revista Mundo Cristiano. En Ediciones Palabra, también tiene publicados los libros El Belén que puso Dios, Pensar por libre y Un safari en mi pasillo. Para conocer sus últimos trabajos, se puede leer su blog: 

pensarporlibre.blogspot.com.es.

martes, 27 de febrero de 2024

Mi vida - recuerdos. 1927 - 1977 (Joseph Ratzinger: Benedicto XVI)


 Del comentario encontrado en el libro sobre el texto:

"Con el rigor propio de un intelectual de su talla, y la sinceridad y sencillez que le caracterizan, el cardenal Ratzinger nos relata los hechos más relevantes que marcaron sus 50 primeros años de vida. Entramos de su mano en la dulzura del hogar, junto a sus padres y hermanos, en un ambiente sencillo y piadoso. El libro recorre las ciudades y paisajes que le vieron crecer en su Baviera natal. Pronto asistimos a las tensiones políticas captadas en la niñez, y a la creciente agresividad y vejaciones del nacionalsocialismo contra los católicos. La generosidad de su respuesta a la llamada al sacerdocio. La intensa preparación intelectual. El horror de la guerra. Su elección de una vida de estudio, y los arduos trabajos para lograr la cátedra universitaria. Ratzinger hace memoria, junto a su historia personal e íntimamente unida a ella, de los sucesos y problemas vividos por la Iglesia. Reflexiona a la distancia sobre ellos, y saca luces que constituyen un regalo para el lector. El libro ayudará, sin duda, no sólo a conocer al personaje, sino a entender mejor a la institución que representa y a informar con más rigor sobre ella. La vida de la Iglesia siempre ha sido rica en personas cuyo amor por Cristo definía la totalidad de su existencia. Es también el caso de Joseph Ratzinger, protagonista de excepción del cambio de milenio, quien pone de manifiesto en esta autobiografia, plena de sentido del humor, inteligencia y pasión, que toda su vida ha estado y está marcada por el lema que escogió para su escudo episcopal: "Cooperatores veritatis". Como no podía ser de otro modo, al hilo de su historia personal, el autor repasa los grandes problemas de la Iglesia en este siglo, dando una visión plena de lucidez e inteligencia. Más allá de otros libros también de corte biográfico ya publicados, generalmente en forma de entrevistas, el cardenal Joseph Ratzinger abre su corazón de par en par en esta obra al lector."

La introducción realizada por el padre italiano Angelo Scola deja muy en claro el pensamiento de Benedicto XVI. Al respecto transcribiré varios pasajes de la introducción que considero a resaltar. 

Introducción

1. UN HIJO GENUINO DEL CATÓLICO PUEBLO BÁVARO

La primera vez que vi al cardenal Ratzinger fue en 1971. Era Cuaresma. El recuerdo de aquel encuentro se ha ido enriqueciendo de matices que mi memoria ha reelaborado, inevitablemente, en ocasión del setenta cumpleaños del cardenal.
Un joven profesor de derecho canónico, dos sacerdotes estudiantes de teología, que por aquel entonces no habían cumplido los 30 años, y un joven editor estaban sentados alrededor de una mesa, invitados por el profesor Ratzinger, en un típico restaurante a orillas del Danubio que, en Ratisbona, discurre ni demasiado lento ni demasiado impetuoso, lo que todavía permite pensar en el hermoso Danubio azul. La invitación la había procurado von Balthasar con la intención de discutir la posibilidad de hacer la edición italiana de una revista -que más tarde sería Communio-. Balthasar sabía arriesgar. Los mismos hombres que se sentaban a la mesa de aquel típico mesón bávaro, unas semanas antes habían perturbado su quietud de Basilea, con un cierto atrevimiento, pues no le conocían. Lo habían hecho inmediatamente después de leer una breve noticia aparecida en Le Monde en la que se informaba del fracaso de una reunión de teólogos, que habían sido expertos en el Concilio, celebrada en París con el objeto de dar vida a una nueva revista. Le dijimos a Balthasar: Tenemos que hacerla, nosotros haremos la edición italiana». Balthasar no descartó de inmediato la hipótesis, no sólo porque le cogimos un poco por sorpresa y por su buena educación, sino porque entre nosotros estaba un pequeño editor -Balthasar era también editor- y tenía un sexto sentido para percibir si una publicación podía o no «tirar bien». Al final, con un tono entre prudente y escéptico, Balthasar dijo: «En todo caso, yo no puedo decidir nada solo. Hay que contar con los alemanes...; los aspectos técnicos dependen de Greiner. Además, está el problema de la teología». (Si bien nosotros teníamos en nuestro equipo algún que otro nombre de buenos teólogos italianos). Me acuerdo bien de su cara en aquel momento. La he visto después en otras ocasiones; cuando tenía que tomar una decisión arriesgada: callaba durante un tiempo que siempre parecía excesivo al interlocutor, con el rostro marcado por una mueca escéptica que no hacía presagiar consensos. Después, con una sonrisa comedida y con su tono de voz un poco jovial formulaba su propuesta en breves palabras. Así, al terminar nuestro coloquio, dijo: Ratzinger, tenéis que hablar con Ratzinger. Es él el hombre decisivo hoy para la teología de Communio. Es la clave de la redacción alemana. De Lubac y yo somos viejos id a ver a Ratzinger...

Estábamos enfrentados dos a dos: dos a favor y dos en contra. Con su trato delicado, los gestos medidos y los ojos que no dejaban de moverse, Ratzinger nos explicaba la carta: una larga secuencia de suculentos platos bávaros... Parecía conocerlo bien, sin lugar a dudas era un habitué del restaurante. Nosotros, superado el primer embarazo, como buenos latinos y, además, jóvenes, nos lanzamos a hacer comparaciones entre menús bávaros y lombardos. Alguno de nosotros había pasado suficiente tiempo en Alemania como para permitirse disertar sobre los tipos y las marcas de cervezas. Recuerdo bien que pregunté a nuestro anfitrión qué nos aconsejaba: pacientemente empezó a ilustrarnos de nuevo sobre cada plato de la lista, animándonos a probar más de uno para que nos hiciésemos una idea de la cocina bávara. Desde hacía un rato el camarero esperaba respetuoso junto a la mesa. No sin desorden y aumentando progresivamente el tono de nuestra conversación hasta el punto de hacer que algún comensal se volviese a mirarnos, terminamos, bajo los ojos benévolos y la sonrisa, quizás un poco impaciente, de nuestro anfitrión, por escoger una amplia y exagerada variedad de platos. Ratzinger devolvió la carta diciendo al camarero algo así como: «para mí, lo de siempre». El camarero nos sirvió antes a todos nosotros, con meticulosidad alemana, y al final llevó al conocido teólogo un sándwich y una especie de limonada.
Nuestra sorpresa rayaba en la vergüenza. Con una sonrisa, esta vez verdaderamente amplia y benévola, el cardenal nos liberó diciendo: «Vosotros estáis de viaje... Si yo como demasiado, ¿cómo voy a poder estudiar después?». Comentando el episodio, de vuelta en el coche, nos dimos cuenta de lo que el cardenal había dicho al camarero: «lo de siempre».
No me he alargado en este pequeño y personal recuerdo para añadir el rasgo hagiográfico de la sobriedad a la biografía del cardenal. ¡Sobre todo porque todavía no es tiempo de panegíricos! Lo he hecho sólo porque, incluso después de haberle conocido más profundamente, aquel episodio me parece que habla de su estilo, y el estilo, ya se sabe, es el hombre.
El cardenal es un verdadero católico bávaro: capaz de gozar y de hacer gozar la vida (las páginas sobre Baviera del volumen Mi vida son, en algunos pasajes, verdadera poesía). Su secreto es que la afronta como tarea. Amante de la persona en cuanto participa de la vida del pueblo por el que es natural consumirse totalmente, es capaz de una abnegación cotidiana tenaz, nunca llamativa. La ascesis, la ética y el gobierno no son en él fines, sino medios: fin es el bienestar de la persona y de la comunidad, podríamos decir, como en la Edad Media, la conveniencia del yo y del nosotros con una vida plenamente realizada.
Sus intereses teológicos, por ejemplo la vida eterna (escatología), la revelación en la historia, el nuevo pueblo de Dios, la liturgia, no serían adecuadamente comprendidos sin entender el orgullo apasionado por su pertenencia al pueblo católico bávaro, al que caracteriza una alegre participación en cualquier aspecto humano y un pertinaz sentido de la tarea.

2. UN MÉTODO DE PENSAMIENTO

«'SUFICIENTE' sólo es la realidad de Cristo». Esta afirmación de Ratzinger referida al problema teológico, todavía abierto, de la suficiencia material de la Sagrada Escritura, expresa el convencimiento profundo que atraviesa toda la obra de nuestro autor. En efecto, todo su itinerario eclesial y teológico es una afirmación enérgica de Jesucristo como «la realidad que acontece en la revelación cristiana».

Ya desde los tiempos de su tesis de habilitación sobre san Buenaventura, Ratzinger madura con claridad la idea de que la revelación no se puede separar del Dios vivo, y que interpela siempre a la persona viva a la que alcanza.

La idea misma de revelación implica un alguien que entre en su posesión.

Una peculiar e intrínseca conexión entre Revelación e historia, experimentada desde niño en la fe de la familia y de la iglesia popular de Baviera, constituye, a mi juicio, la característica metodológica que hace de hilo de Ariadna a través de todos los escritos de Joseph Ratzinger y termina por caracterizar, a lo largo de los años, al joven estudioso, al profesor, al pastor y al prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Aquí reside, si estoy en lo cierto, el origen de la continuidad y de la evolución de su pensamiento.

a) Cultura: conexión intrínseca entre Revelación e historia

Una concepción del dogma entendido como una realidad capaz de infundir fuerza en la construcción de la teología y no, sobre todo, como vínculo, como negación y límite extremo.

La dimensión cultural propia del hecho cristiano no se concibe, por tanto, como una mediación entre Revelación e historia sino que, respetando las debidas distinciones, es intrínseca al movimiento con el que el acontecimiento de Cristo, al comunicarse en la realidad, interpela al hombre y a la historia.

«He tratado, todo lo que me ha sido posible, de poner claramente en relación lo que enseñaba con el presente y con nuestro esfuerzo personal».

Esta actitud lleva a Ratzinger a «exponerse» para ponderar críticamente el presente de la Iglesia y de la sociedad, pero no quita carácter científico a su trabajo teológico. Al contrario, lo llena de interés para el lector no especialista. También por esto Ratzinger figura entre los católicos más leídos en los círculos culturales laicos.

Sin falsos espiritualismos, abandonando los tópicos de la homilética clásica, Ratzinger afirmó: ¿Puede haber algo más trágico, algo que contradiga más la fe en un Dios bueno y la fe en un redentor de los hombres que el hambre de la humanidad? Por otra, la respuesta final a este tremendo problema no temió exponerse a la impopularidad y Ratzinger la formuló con las palabras del jesuita alemán Alfred Delp, asesinado por los nazis: «El pan es importante, la libertad es aún más importante, pero lo más importante de todo es la adoración». Jesucristo vuelve a aparecer como el unicum sufficiens.

b) La génesis de un método: mirar a Cristo

He pensado muy a menudo -no sé si digo bien-, fijándome en el cardenal, que para él la ascesis, es decir, la mirada y la interacción con la realidad, consiste en un trabajo de ensimismamiento con el misterio de Jesucristo.

Una confirmación de esto que digo me parece que se encuentra en sus obras sobre la oración, sobre la liturgia, sobre el mirar a Cristo y al Crucifijo.

En el libro La sal de la tierra se encuentra esta afirmación: «Tener trato con Dios es para mí una necesidad. Tan necesario como respirar todos los días... Si Dios no estuviese aquí presente, yo ya no podría respirar de manera adecuada».

Me parece que este ensimismamiento, que en sentido lato todo cristiano prueba, lo persigue de forma concreta y sistemática. Su fruto es un distanciamiento de los resultados que nunca pierde la alegría (frente al estereotipo del pesimismo del cardenal) y se introduce cada vez más en el misterio de Cristo que se ofrece, sacramental mente, a través de la trama de las circunstancias y las relaciones cotidianas. Y lo que es más importante, esta actitud no apaga nunca la pregunta que, agustinianamente, es dramática, pero está llena de deseo.

Más aún, todos sus escritos, su misma concepción de la teología, están marcados por la pregunta.

A Ratzinger, por eso, le apasiona el tema, también muy querido para Balthasar, del nexo entre teología y santidad. La teología ha alcanzado sus cimas en la historia cuando ha sabido abrevar en la fuente de la santidad: Antonio-Atanasio-Benito-Gregorio Magno-Francisco-Buenaventura-Domingo-Tomás. De este modo, por ejemplo, la cuestión soteriológica no consiste, principalmente, en reflexionar sobre las condiciones de posibilidad del recorrido histórico a través del cual el Dios Trinitario ha salvado a la humanidad, sino hablar de nuestra salvación. Hablar de gracia no es, sobre todo, profundizar la condición trascendental de posibilidad de un existencial sobrenatural, sino mirar a Cristo. «Desde el momento en que asumió nuestra naturaleza humana, está presente en la carne humana y nosotros estamos presentes en él, el Hijo».

c) El criterio de verificación: la Iglesia como ámbito de experiencia

Si la génesis del método de Ratzinger se encuentra en el ensimismamiento personal con Jesucristo como principio ascético concreto, el sentido de la Iglesia representa, quizás, dentro de este método, el criterio para verificarla validez del pensamiento y de la acción.

A partir del estudio de los grandes padres y doctores de la Iglesia, el cardenal elabora un concepto de experiencia (experiencia del pueblo de Dios) que afina al confrontarlo con filósofos y teólogos contemporáneos (Gadamer, Kolakowski, Mouroux, Balthasar), y que lleva consigo, sobre todo, una atención continua al modo en que se plantean los problemas, las cuestiones, las preguntas, las ansias, las urgencias, las esperanzas y las angustias del hombre en la concreta situación en la que se encuentra. En segundo lugar, afirma que, en la Iglesia, a esta experiencia vivida le corresponde una cierta primacía respecto a las instituciones y preceptos. Esta concepción de la iglesia como ámbito de experiencia la convierte, según Ratzinger, en sujeto que actúa en la historia y en prueba de la bondad de toda práctica y pensamiento cristianos. Me parece que en este contexto se puede situar otra constante del pensamiento del cardenal. Me refiero al peso de la eucaristía en su reflexión eclesiológica. La celebración eucarística nos hace intuir con más precisión la naturaleza del cristianismo, la cual, como el genio católico no deja de recordarlo desde hace dos mil años, se encuentra completamente en la noción de sacramento. Precisamente porque la experiencia eclesial es una experiencia sacramental, el pro semper del acontecimiento de Cristo se encuentra, hoy, con el hombre. La Iglesia encuentra en el septenario sacramental la realización completa de la lógica de la encarnación y, al mismo tiempo, su renacer continuo en el corazón de la persona. En el sacramento se da, en efecto, la contemporaneidad entre la verdad eterna que es Dios y la naturaleza dramática; es decir, finita pero capaz de infinito, que es el hombre. En cada momento de la historia la verdad cristiana es contemporánea de la libertad del hombre a la que se propone. Ésta es la razón por la que la fe no se experimenta nunca como algo extraño al hombre, de cualquier tiempo. Sólo donde se dé una reducción de la esencia del cristianismo es posible el divorcio entre los dos polos.

De este modo nace en Ratzinger la conciencia del carácter definitivo del acontecimiento de Cristo y de su capacidad de juzgar la totalidad. La expresión científicamente madura de esta posición viene representada por el tratado sobre la escatología.

Esta posición determina la concepción que Ratzinger tiene del lugar central que ocupa la catequesis y de su importancia cultural. La catequesis promueve la razón en la fe, aspecto más necesario que nunca en el actual panorama socio-cultural puesto a prueba por el nihilismo. La visión misma de la relación existente entre fe, historia y cultura está presente en las intervenciones del cardenal acerca de distintos aspectos de la ciencia, la política y la economía.

3. ABANDERADO DEL RETO CONCILIAR

Se puede percibir la extrema delicadeza de esta etapa si se piensa en el hecho de que la autoconciencia doctrinal de la iglesia ha profundizado, clarificándola, la noción de Revelación presente en la Dei Filius (Vaticano I) a través de la Dei Verbum. Según De Lubac, el concilio Vaticano II sustituye una idea de verdad abstracta con la idea de una verdad lo más concreta posible: es decir, la idea de la verdad personal, aparecida en la historia, operante en la historia y capaz de sostener; desde el seno mismo de la historia, toda la historia, la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la "Revelación”. Los textos de Ratzinger, desde la tesis de habilitación de Buenaventura hasta las recientísimas páginas contenidas en Mi vida, no dejan de volver con puntos de vista siempre más estimulantes sobre este inagotable tema.
La profundización de la autoconciencia de la Iglesia sobre la Revelación ha comportado un desplazamiento de lenguaje a muchos niveles: de la liturgia a la catequesis, de la teología a las declaraciones del Magisterio. Siendo extremadamente sintético, se puede decir que el lenguaje eclesial, teniendo que aceptar este reto, se ha transformado de «conceptualista» en simbólico. Reto al que no se ha sustraído el mismo Magisterio, sobre todo el de Juan Pablo II, como se ve en el lenguaje "pastoral" de sus declaraciones magisteriales. Está claro que la calificación de pastoral no implica oposición alguna a la de doctrinal. Es más, si se comprende adecuadamente, aquélla valora todo el rigor de la formulación doctrinal. El mismo Ratzinger nos ilumina acerca de esta evolución del lenguaje cuando dice de sí: «Yo opinaba que la teología escolástica, tal como estaba, había dejado de ser un buen instrumento para un posible diálogo entre la fe y nuestro tiempo. En aquella situación, la fe tenía que abandonar el viejo Panzer y, hablar un lenguaje más adecuado a nuestros días». Es Ratzinger mismo quien se ha confrontado, con estima, con esta teología escolástica.

Redescubrir la tradición a la hora de presentar la noción de Revelación, con todas sus delicadas implicaciones, tanto de contenido como de método, es uno de los factores, si no el factor decisivo, que permite a Ratzinger el original ejercicio de su ministerio en la Iglesia. La persona, la competencia y el método teológico de Ratzinger están favoreciendo el delicado trabajo de la Congregación. De este trabajo resulta más evidente su tarea de promoción de la doctrina de la fe inseparable de la de defensa de la misma.

Lo que sorprende, cuando se tiene la oportunidad de escucharle y de dialogar con él sobre los problemas más diversos, es que te comunica siempre un matiz más, algo nuevo, te abre siempre a algo que tú no habías visto antes. El ministerio de Juan Pablo II y el desarrollo del magisterio pontificio de estos últimos veinte años, como auténtica interpretación del concilio Vaticano II en continuidad con toda la Tradición, ha encontrado un colaborador original y fiel en este genuino hijo del pueblo bávaro.

                                                                                ........

Hasta aquí lo resaltado de la introducción del padre Angelo Scola. Habría que poner lo resaltado por el mismo Benedicto XVI, pero eso ocuparía mas espacio en esta entrada. Quizá poco a poco lo vaya poniendo. 

Dejo una lista de algunos teólogos que Benedicto XVI destaca a lo largo de su biografía: Hans Urs von Balthasar; Henri de Lubac; Söhngen; Pascher; Schmaus; Heinrich Schiller, etc.
Santos estudiados a fondo por Benedicto XVI: San Agustín de Hipona y San Buenaventura. 

Un llamado a leerlos también.

Un libro muy recomedado para los que desean conocer el pensamiento y corazón de nuestro querido papa Benedicto XVI.

miércoles, 14 de febrero de 2024

El silencio de Dios. Diario de un misionero mártir. (Padre Santiago Martín, 1999)

 

Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más grande si no estuviese él (La muerte de Cristo, Benedicto XVI)



Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos (Jn 15, 13)

Hoy es miércoles de ceniza y marca el inicio de la Cuaresma, tiempo de preparación para la Pascua de resurrección.

La lectura de este libro, realizado con mucho amor por el padre Santiago Martín, me deja mucha enseñanza espiritual.

Se trata de la recopilación y reconstrucción del diario de un misionero marista español que apunta sus vivencias desde el lejano campo de refugiados de Bugobe, en Nyamirangwe, en el país de Zaire (actualmente República Democrática del Congo), en el centro de África.

La historia está basada en un hecho real que trascendió en los medios de comunicación cuando el 13 de noviembre de 1996 en el diario "El País" de España se publicó el siguiente titular de noticia: "Milicianos hutus mataron a los cuatro maristas". 

https://elpais.com/diario/1996/11/13/internacional/847839616_850215.html

Este libro, desde los apuntes del marista Julio, uno de los cuatro maristas, recrea día a día lo que va viviendo en Bugobe.

Servando Mayor, Miguel Ángel Isla, Fernando de la Fuente y Julio Rodríguez fueron los cuatro maristas que murieron asesinados la noche del 31 de octubre de 1996 por unos matones cuya raza hutu ellos defendían.

Habría que conocer el contexto de este fatal episodio. La historia es complicada pero básicamente por es época se exacerbó un odio entre dos razas, los Tutsis y los Hutus.

En 1994, los Tutsis toman el poder en el país de Ruanda asesinando a su presidente al hacer volar el avión en el que viajaba, justo después de un acuerdo de paz.

Ante este fatal suceso los Hutus tomaron venganza y cometieron una masacre sangrienta contra los Tutsis, dejando miles de muertos.

En 1996, lo Tutsis vuelven a la carga y miles de ruandeses de la raza hutu huyen del país por la frontera con destino a Zaire ya que, tras los antecedentes de 1994, el pánico se apoderó de la población hutu ya que los tutsis buscarían venganza.

Miles de hutus llegaron a diferentes campos de refugiados en Zaire cerca a la frontera de Ruanda y Burundi. A uno de esos campos de refugiados, en Bugobe, llega Julio Rodríguez, amigo del padre Santiago Martín, para continuar su servicio como misionero marista en África.

Del diario se evidencia las tremendas dificultades que aquella población tenía para sobrevivir tanto en Bugobe como en los diferentes campos de refugiados donde miles de ruandeses, de todas las edades luchan por tener un día más de vida.

Los maristas, una comunidad católica fundada en el siglo XIX por el beato Marcelino Champagnat, se encargan de darles ayuda espiritual, intelectual y material. Pero los recursos son escasos e insuficientes para tantísima gente necesitada. Hacen lo que pueden. También en el campo hay dos sacerdotes que cada domingo celebran la misa. En otro campo hay más religiosos, incluyendo algunas religiosas. Muchos de ellos tuvieron también el mismo fatal destino.

A pesar de tantos días viviendo con la extrema pobreza material, Julio se mantiene firme en la fe, una fe que es de admirar e imitar. Siempre orando y viendo a Cristo en cada miembro del campo de refugiados hacía muchas actividades para servirles: dictaba clases de religión a los niños, repartía comida y ropa, medicina, iba de compras para adquirir los alimento y el combustible en otros lugares, veía por el buen funcionamiento del molino, coordinaba con autoridades para la mejora en las condiciones de los refugiados. Los cuatro maristas hacían todo lo posible para dar lo mejor. 

Me deja marcado profundamente la entrega total del marista Julio a nuestro Salvador, he de volver al libro para releer muchos pasajes que son como alimento espiritual ante momentos de adversidad. Es impresionante el sacrificio que hizo al preferir alejarse de su familia, de sus padres, de su madre patria España, para ir a un remoto pueblo africano, de cultura, idioma y clima distintos y lleno de adversidades. Pero nadie lo comprendería si no se lo viera desde la fe y del llamado de Dios que el creía fervientemente para servir a Cristo, para abrazar su Cruz con Él y por eso para ayudar a esa gente pobre y necesitada de todo, de Dios.

"

26 de octubre.(...) Señor, en medio de este torbellino, elevo mi alma a ti y te digo, como te prometí, "Jesús crucificado y abandonado, estoy dispuesto a estar así toda la vida con tal de estar contigo. Te quiero. Dame fuerzas para ser fiel hasta el final".


Como dijo santo Tomás y lo recordó hoy en su homilía el padre Santiago Martín: "Vamos a Jerusalén a morir con Cristo". Eso es exactamente lo que el misionero hizo. Por amor a Dios. 

El libro además contiene una crónica de lo que sucedió después del 31 octubre de 1996, es decir, el desarrollo de cómo pudo haberse producido el crimen, cómo llega a saberse y qué pasó con el resto de religiosos y con la población refugiada. Asimismo, el libro reúne las opiniones sobre el misionero de parte de muchos de los que lo conocieron y además contiene una colección de los propios pensamientos y reflexiones del misionero Julio que apuntaba a lo largo de las diferentes misiones africanas que llegó a realizar. En definitiva, este libro es testimonio de cuatro santos maristas que ofrecieron su sangre por amor al Señor, para ir al Padre. 

Termino con las palabras del padre Santiago Martín de la página 213 del libro:

"Honor y gratuidad, pues, a los mártires, a los testigos de Cristo. Hora de reflexión para todos nosotros que, llamados como ellos a dar la vida, dejamos que el tiempo escape veloz por nuestras manos sin tener en ellas nada que valga la pena; sin poderle ofrecer al Señor, al prójimo y a nosotros mismos el testimonio de que los talentos que un día recibimos los hemos hecho rendir de manera apropiada. Que los mártires, que María Santísima a la que ellos se encomendaron, intercedan por nuestra mediocridad y por nosotros."

Anexos:

Comparto aquí algunos vídeos encontrados en Youtube sobre los cuatro mártires maristas de Bugobe.







domingo, 21 de enero de 2024

Luz del mundo. El Papa, la Iglesia y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald (Benedicto XVI, 2010)


 La editorial Herder publicó este importante libro que reúne una entrevista larga de varios días entre Benedicto XVI y Peter Seewald (su biógrafo). Han pasado cinco años del pontificado Benedicto XVI desde que asumiera la posta de San Juan Pablo II el año 2005.

El libro se estructura en tres partes y un anexo. 

La primera parte, titulada "signos de los tiempos" se subdivide en seis temas que son los siguientes: 1. Los papas no caen del cielo; 2. El escándalo de los abusos; 3. Causas y oportunidades de la crisis"; 4. La catástrofe global; 5. Dictadura del relativismo y 6; Tiempo de conversión.

Cito aquí algunos pasajes de esta primera parte:

"Es significativo que todos los papas de la temprana Iglesia fueran mártires. Ser papa no implica poseer un señorío glorioso, sino dar testimonio de Aquel que fue crucificado y estar dispuesto a ejercer también el propio ministerio de esa misma forma, en vinculación con Él.
Sin embargo, también ha habido papas que se dijeron: el Señor nos ha dado el ministerio, ahora, disfrutémoslo. Sí, eso también forma parte del misterio de la historia de los papas".


"A partir de 1968, la fe cristiana entró cada vez más en contraposición con respecto a un nuevo proyecto de sociedad, de modo que tuvo que hacer frente una y otra vez a opiniones que luchaban poderosamente por imponerse. Por tanto, soportar hostilidad y ofrecer resistencia - aunque una resistencia que sirva para sacar a luz lo positivo- son cosas que pertenecen a la vida cristiana."

 Sobre el tema del escándalo de los abusos, cito:

"Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación; en segundo lugar, evitar lo más que se pueda estos hechos por medio de una correcta selección de los candidatos al sacerdocio; y, en tercer lugar, que los autores de los hechos sean castigados y que se les excluya toda posibilidad de reincidir. En qué medida tienen que hacerse públicos los hechos es, según creo, de por sí una pregunta que tendrá también diferentes respuestas en las diferentes fases de consciencia de la opinión pública. Pero lo que nunca debe suceder es escabullirse y pretender no haber visto, dejando así que los autores de los crímenes sigan cometiendo sus acciones. Por tanto, es necesaria la vigilancia de la Iglesia, el castigo para quien ha faltado, y sobre todo la exclusión de todo ulterior acceso a niños. Como he dicho, lo que está primero es el amor a las víctimas, el esfuerzo por hacerles todo el bien posible a fin de ayudarlos a procesar lo que han vivido".

La segunda parte, llamada "El pontificado" se compone de las siguientes partes a tratar: 1. "Habemus papam"; 2. "En las sandalias del pescador"; 3. "Ecumenismo y diálogo con el islam"; 4. "Anuncio"; 5. "Viajes pastorales"; 6. "El caso Williamson".

La tercera parte, denominada "¿Hacia dónde vamos?" comprende los siguientes temas: 1. "Iglesia, fe y sociedad"; 2. "El denominado atasco de las reformas"; 3. "¿Cómo se de la renovación?"; 4. "María y el mensaje de Fátima"; 5. "Jesucristo regresa"; 6. "De los novísimos". 

Luz del mundo, es un libro que permite conocer de primera mano el pensamiento del papa Benedicto XVI sobre diversos temas muy importantes de la Iglesia.

Al final del libro se encuentra la sección de anexos que recoje algunas de las declaraciones del papa Benedicto XVI a lo largo de sus primeros cinco años de pontificado sobre temas como: "Grave pecado contra niños indefensos", "Fe y violencia", "Sida y humanización de la sexualidad", y finalmente se incluye una bibliografía y breve crónica del pontificado.

Muy recomendable.