sábado, 9 de marzo de 2024

La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa (Joseph Ratzinger: Benedicto XVI)

 


Pasajes seleccionados del libro:


DE DÓNDE NACEN  MIS MEDITACIONES  SOBRE LA SEMANA SANTA

Me interrogaba sobre mi ser cristiano, sobre cuáles eran el  fundamento y el itinerario.

No es excepcional que un hombre aparentemente derrotado, muerto en el abandono  y el sufrimiento más extremos, sea presentado  como el redentor de todos los hombres? ¿Qué  tiene que ver el dolor con la salvación, el sufrimiento con la felicidad? Me resultó inmediatamente claro que la cuestión de la relación entre  amor y dolor coincidía con la cuestión esencial  de la cruz y con la posterior cuestión, ligada a  ésta, de cómo la existencia de otro, su pasión  y su victoria, pueden determinar mi vida en lo  más profundo y cambiarla. Pero aquí se trata de  hablar sobre todo de las meditaciones sobre el  Sábado Santo.

El hecho  de nacer el Sábado Santo me había donado el  privilegio de un bautismo ligado de un modo  absolutamente evidente a la Pascua cristiana,  de tal manera que la raíz íntima y el significado esencial del bautismo emergían con especial  claridad. El mensaje del día en que vine al mundo tenía un vínculo particular con la liturgia de  la Iglesia; y mi vida se había orientado desde el  principio hacia este singular entretejido de oscuridad y de luz, de dolor y de esperanza, de  ocultación y de presencia de Dios.

hasta comienzos de los años  cincuenta, cuando Pío XII emprendió la reforma de la Semana Santa, la figura litúrgica del  Sábado Santo presentaba un doble aspecto. Las  vidrieras de la iglesia se cubrían como signo de  luto, pero ya por la mañana se celebraba la liturgia que culminaba en la representación simbólica de la resurrección con la elevación del cirio  pascual y con el canto del himno a la luz. Supe  muy pronto que en origen esta liturgia se celebraba en el alba del día de pascua, pero que  posteriormente el comienzo se había adelantado a la noche del Sábado Santo a causa de los numerosos catecúmenos que durante esta celebración recibían el bautismo, el sacramento de  la muerte y resurrección: si la elevación del cirio  es un drama simbólico en el que el signo de la  nueva luz representa la victoria sobre la muerte,  el bautismo de muchas personas, con respecto  al símbolo de la luz, se entendía como presencia  real del misterio pascual. Quien lo recibía pasaba él mismo a través de la muerte y de la resurrección; desde aquel momento estaba unido  con toda su vida al Resucitado, siendo así sustraído anticipadamente a la muerte por el hecho  de mantenerse junto al Resucitado, que lo habría conducido a través de la noche de la muerte. En este drama litúrgico, junto al simbolismo  de la luz, encontraba un espacio la simbología  del agua, con un doble significado: el agua como  amenaza a la vida, como potencia destructora,  como elemento de muerte; y el agua como fuente de vida, condición para toda vida.

El misterio de Cristo muerto por nosotros, que  como muerto yacía en el sepulcro, caracterizaba  la piedad popular de este día. La contradicción  que tenía lugar entre liturgia y piedad popular  no me parecía, sin embargo, del todo exenta  de sentido; en ella se me manifestaba algo de  ese claroscuro que constituye el ser cristiano y  algo de esa íntima tensión que forma parte de  la existencia cristiana: hay siempre nuevas anticipaciones de la esperanza —relámpagos en los  que parece irrumpir repentinamente la victoria  de Dios—, pero también nuevos momentos de  oscuridad en los que todo es revocado y en los  que somos inevitablemente confrontados con la  ausencia de Dios.

La reforma de Pío XII eliminó esa extraña  —si bien de algún modo expresiva— anomalía  litúrgica. El Sábado Santo es hoy desde el principio hasta el final el día del gran silencio, como  se lee en la homilía que la tradición atribuye a  Epifanio: «¿Qué es esto? Hoy un gran silencio  reina sobre la tierra; gran silencio y soledad; un  gran silencio, porque el rey está durmiendo. La  tierra estaba atemorizada y como en suspenso,  porque el Dios encarnado se había dormido...»

Ahora reina por todas partes la  oscuridad llena de misterio de una iglesia cuyas  vidrieras cubiertas dejan entrar de mala gana la  luz, a la que acompaña la imagen de Jesús muerto en el Santo Sepulcro y la oración silenciosa  ante el Santísimo.


Pintura "El cuerpo de Cristo muerto en la tumba" (Hans Holbien el Joven)

Muchos, frente a la imagen  del Cristo que yace en el sepulcro, se habrán  visto sorprendidos por sentimientos nada diferentes de los experimentados por Dostoievski  cuando, en 1867, quedó profundamente conmovido en el Museo de Basilea por el cuadro de  Hans Holbein que representa a Cristo muerto,  «el cual ha soportado tormentos inhumanos, ha  sido ya bajado de la cruz y ahora está expuesto  a la corrupción». La experiencia de Dostoievski frente a esta imagen —tomada sin duda de la  tradición de los sepulcros del Sábado Santo—  ha sido situada en el contexto del siglo XIX por  Henri de Lubac, que la puso en relación, de manera muy eficaz, con la filosofía nietzscheana  de la muerte de Dios.

Es un aspecto del Sábado  Santo que, naturalmente, para el fiel no podía  quedar aislado: él, por encima de la imagen, veía  la sagrada Realidad de Cristo resucitado y presente, más allá de la muerte, en la hostia; y, aun  sabiendo que esta muerte nos espera siempre,  era también consciente de que a través de ella ya  se transparenta el misterio de la vida, la victoria sobre la corrupción y la eterna gloria del Cuerpo de Cristo.

En el  Símbolo apostólico, al Sábado Santo le corresponde la frase (Christus) «descendit ad inferos»  que, en la traducción alemana, entonces sonaba  así: «descendió al infierno» («Hölle»). La nueva  traducción de los años setenta ha mitigado esta  afirmación tan rica de misterio con la fórmula  «descendido al reino de la muerte»

Cristo mismo habría estado en los infiernos, en el sentido más profundo del término, y sólo en este último estadio de su descenso la redención habría llegado hasta el abismo más profundo, hasta el propio infierno.

Así, en realidad, el término indicaría simplemente que Jesús ha muerto.

no se había pensado sobre ella hasta el fondo. En efecto, ¿qué  significa que alguien «ha muerto»? ¿Qué es la  muerte? Para quien mira desde fuera, ¿qué es  una persona que está muerta? ¿En qué consiste  el «reino de la muerte», si se puede excluir la  idea banal de que sea simplemente la nada? Así,  detrás de la aparente solución, vuelven a aflorar  de nuevo todas las preguntas que los teólogos  han discutido durante siglos.

síntesis de las  aporías: sí, Jesús ha muerto, ha «descendido» a  la profundidad misteriosa a la que la muerte nos conduce. Ha marchado hacia la soledad más  extrema, donde nadie nos puede acompañar.  En efecto, «estar muerto» comporta ante todo  la pérdida de la comunicación, una soledad en la  que el amor ya no puede avanzar. En ese sentido, Cristo fue «al infierno», cuya esencia es  justamente la privación del amor, la separación  de Dios y de los hombres. Pero allí donde llega Él, el «infierno» deja de ser infierno, puesto  que él mismo es la vida y el amor, puesto que él  es el puente que une al hombre y a Dios y, por  eso mismo, también a los hombres entre ellos.  Así, el descenso es al mismo tiempo también  transformación: ya no existe la última soledad  —o como mucho puede existir para aquel que  la quiere expresamente, que desde lo más íntimo y desde aquello que lo constituye rechaza  el amor porque quiere ser solamente él mismo,  desde él mismo y por él mismo—. No pretendo  desarrollar más adelante, en estas páginas, tales  reflexiones. Sólo quiero indicar las cuestiones  que me apremiaban mientras escribía mis meditaciones sobre la Semana Santa.

gran crisis de la conciencia cristiana que, con los  acontecimientos de 1968, se hicieron también  visibles y tangibles al exterior.

las ventanas tapadas con trapos negros se convirtieron en el símbolo de la situación de nuestro mundo: hay ventanas, es cierto, pero están  cubiertas, no penetra por ellas la luz de fuera y  de lo alto, Dios se esconde.

Precisamente porque me sabía partícipe de las miserias de nuestra generación, me sentía llamado a dar voz a  la esperanza, la cual, en verdad, en la hora del  silencio y de la oscuridad está particularmente  cercana.

VIERNES SANTO

I

«Mirarán al que traspasaron». Con estas  palabras concluye el evangelista Juan su relato  de la pasión de Jesús; 

con estas palabras introduce la visión de Cristo en el último libro del  Nuevo Testamento, que nosotros llamamos  Apocalipsis.

«Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Mirarán al que  traspasaron».

Oh Señor, concédenos en esta hora poder  mirarte, en la hora de tu oscuridad y de tu rebajamiento a la obra de un mundo que quiere  olvidar la Cruz como se hace con un incidente  desagradable, que se oculta a tu mirada, considerándola una inútil pérdida de tiempo y no se  da cuenta de que es precisamente aquí donde  nos sale al encuentro tu hora decisiva, en la cual  nadie podrá sustraerse a tu mirada.

Sobre el hecho de la lanzada al crucificado,  Juan habla con una solemnidad extrañamente  pormenorizada, que al mismo tiempo deja reconocer el peso que el evangelista atribuye a este  acontecimiento. En la narración, que concluye  con una fórmula de testimonio casi de conjuro,  se insertan dos textos del Antiguo Testamento,  mediante los cuales llega a resultar al mismo  tiempo evidente el significado de este acontecimiento.

«No le quebrarán ningún hueso», dice Juan  apelando a un texto del ritual pascual judío que  contiene una prescripción sobre el cordero pascual. Nos hace comprender así que Jesús,  cuyo costado era traspasado en el mismo momento en que en el templo se producía el degüello del cordero pascual, es el verdadero cordero  sin defecto en el cual se cumple definitivamente  el significado de todo culto y de todo ritual, más  aún, en el único en el que se pone de manifiesto  qué significa el culto en verdad.

Todo culto precristiano se basa, en última  instancia, en la idea de la sustitución: el hombre  es consciente de que fundamentalmente debe  darse a sí mismo si quiere honrar a Dios de manera adecuada, pero experimenta al mismo tiempo la imposibilidad de darse, y aparece, por tanto,  la sustitución: hecatombes de holocaustos arden  sobre los altares de los antiguos, se desarrolla un  potente sistema ritual, pero pesa sobre todo ello  el drama de una inutilidad impresionante, ya  que no existe nada con lo que el hombre pueda  sustituirse a sí mismo: cualquier cosa que pueda ofrecer resulta siempre demasiado poco.

Mientras  en el templo se desangraban los corderos pascuales, fuera de la ciudad muere un hombre, el  Hijo de Dios, muerto por aquellos mismos que  creen honrar a Dios en el templo. Dios muere  como hombre, se da todo él a los hombres que  no están en disposición de darse a él y pone, por  tanto, en el lugar de la inútil sustitución cultual  la realidad de su amor omnisuficiente.

La carta a los hebreos desarrolló con posterioridad la pequeña alusión del evangelio de Juan  al interpretar la liturgia judía del día de la reconciliación como el preludio figurado de la liturgia  real de la vida y de la muerte de Cristo Jesús. Lo  que a los ojos del mundo aparecía como un hecho absolutamente profano, como la ejecución  de un hombre condenado a muerte por agitador  político, era en realidad la única liturgia verdadera de la historia del mundo, liturgia cósmica  a través de la cual Jesús, no ya en la esfera delimitada y cultual del templo, sino fuera, ante  todo el mundo, penetró a través de las paredes  de la muerte en el templo verdadero: a la presencia del Padre. Y él no llevó sangre de animales como sustituto, sino a sí mismo, conforme al  amor auténtico que no puede donarse más que  a sí mismo. La realidad del amor que se da a sí mismo ha eliminado el juego de la sustitución,  que queda ya para siempre fuera de lugar. El  velo del templo se ha rasgado, ya no hay culto  excepto en la participación del amor de Jesucristo que constituye el día perpetuo de la reconciliación cósmica. Y, no obstante, la idea de la sustitución ha recibido en Cristo un sentido nuevo e  inaudito. Dios mismo se ha puesto en Jesucristo  en nuestro lugar y todos nosotros vivimos sólo  a partir del misterio de esta sustitución.

El segundo texto del Antiguo Testamento incluido en la narración de la lanzada hace todavía  más evidente cuanto hemos dicho, aun cuando  permanezcan oscuros los detalles. Juan dice que  un soldado abrió el costado de Jesús con la lanza. Emplea la misma palabra que se utiliza en el  Antiguo Testamento para describir la creación  de Eva del costado de Adán dormido. Cualquiera que sea el significado de esta alusión vista  más de cerca, es suficientemente claro que en la  relación recíproca entre Cristo y la humanidad  creyente se repite el misterio de la creación, en  el cual se da la procedencia de la mujer a partir  del hombre y la donación recíproca de ambos.  La Iglesia nace del costado abierto de Cristo  moribundo o, si queremos expresarlo con términos distintos y menos metafóricos, ha sido la  propia muerte del Señor, la radicalidad del amor que llega a la autodonación, la que ha causado  esta fecundidad. Precisamente porque él no se  encerró en el egoísmo de quien vive sólo para sí  mismo y pone su propia autoconservación por  encima de todo, sino que se dejó abrir para salir  de sí mismo y existir para los demás, él alcanza  ya todos los tiempos, más allá de sí mismo.

El costado abierto es el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un nuevo Adán; es  la contraseña de Cristo como el hombre que  existe-para-los-demás.

La fe dice de Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; en el texto griego original se dice de manera más exacta y apropiada que él es una sola  «hipóstasis», un único ser autónomo.

Jesús es  el hombre verdadero, a partir del cual se mide a  todo hombre, hacia el que debe ir todo ser humano para llegar a su propia autenticidad.

es hombre perfecto precisamente en cuanto que  en esto no es «hipóstasis», ser-que-subsiste-ensí-mismo.

Jesús no es, por así decir,  otra cosa que el movimiento desde sí mismo hacia el Padre y hacia los hombres. Y justamente  por esto, porque en él se ha roto radicalmente el  anillo de la rotación en torno a sí mismo, él es  al mismo tiempo hijo de Dios e hijo del hombre. Justamente porque él existe para los demás  totalmente, él es totalmente él mismo —imagen  final de la verdadera humanidad—. Hacerse  cristiano significa hacerse hombre, llegar a la  humanidad verdadera, al ser para los demás y al  ser-a-partir-de-Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el  punto de partida del verdadero ser humano del  hombre: mirarán al que traspasaron.

II

Dirijamos una vez más nuestros ojos hacia  el costado abierto de Cristo crucificado,  ya que esta mirada constituye el sentido íntimo de  la Semana Santa, que quiere desviar nuestros ojos  de todas las atracciones del mundo, del espejismo  de sus promesas de escaparate, hacia el verdadero  punto de dirección, el único que puede garantizarnos el camino en medio del laberinto de callejuelas que giran siempre en torno al mismo lugar.

Juan expresó de un modo diferente el pensamiento de que la Iglesia debe su origen más profundo al costado traspasado de Cristo. Él alude  al hecho de que de la herida del costado manó  sangre y agua. Sangre y agua indican para él los  dos sacramentos fundamentales, bautismo y eucaristía, que a su vez constituyen el contenido  auténtico del ser-iglesia de la Iglesia. Bautismo  y eucaristía son los dos modos a través de los  cuales los hombres pueden ser incorporados al  espacio vital de Jesucristo.

El bautismo, en efecto, significa que un  hombre se hace cristiano y se pone bajo el nombre de Jesucristo.

El bautismo, que, como actuación sacramental del llegar a ser cristianos,  nos une al nombre de Cristo, significa exactamente un acontecimiento similar al matrimonio: compenetración de nuestra existencia con  la suya, inclusión de nuestra vida en la suya,  que se convierte así en criterio y espacio de mi  ser humano.

La eucaristía es a su vez comunión de la mesa  con el Señor, que nos quiere transformar en él  para conducirnos el uno hacia el otro, ya que  todos comemos el mismo pan. En efecto, no somos nosotros los que asumimos el cuerpo del  Señor, sino que es él quien nos saca, por así decir, fuera de nosotros mismos y nos incorpora a  él para hacernos Iglesia.

Juan hace remontar los dos sacramentos a la  cruz; los ve manar del costado abierto del Señor  y considera cumplida la palabra del discurso de despedida: yo me voy y vuelvo a vosotros;  precisamente mientras me voy vengo a vosotros; más aún, mi partida —la muerte sobre la  Cruz— es ella misma mi retorno. Mientras vivimos, nuestro cuerpo no es sólo el puente que  nos une recíprocamente, sino también la barrera  que nos separa, nos recluye en la inaccesibilidad  de nuestro yo, dentro de nuestra forma espacio-temporal. El costado abierto se convierte de  nuevo en el símbolo de la nueva apertura que  el Señor viene a construir mediante su muerte:  la barrera del cuerpo ya no lo ata, sangre y agua  corren a través de la historia. Por su resurrección  él es el espacio abierto que nos llama a todos.  Su retorno no es sólo un acontecimiento lejano,  al final de los tiempos, sino que ha comenzado  ya en la hora de su muerte, a partir de la cual él  viene en medio de nosotros de un modo siempre nuevo.

En la muerte del Señor se ha cumplido el destino de la semilla de trigo: si ésta no  cae por tierra permanece sola; pero cae y muere  en la tierra, y así produce fruto al ciento por  uno. Vivimos continuamente de este fruto de  la semilla de trigo muerta: en el pan de trigo de  la eucaristía recibimos la inagotable multiplicación de pan del amor de Jesucristo, suficiente  para saciar el hambre de todos los tiempos. 

quiere asumirnos tambiéna nosotros al servicio de esta multiplicación de  panes. Los dos panes de cebada de nuestra vida  podrán parecer inútiles, pero el Señor necesita  de ellos y los exige. 

Los sacramentos de la Iglesia son, como ella  misma, fruto de la semilla de trigo que muere. Recibirlos significa para nosotros darnos a  ese movimiento del que provienen. Es decir, se  nos exige que penetremos en ese perderse, sin  el cual no nos podemos reencontrar: «Quien  quiera conservar su vida la debe perder; pero  quien la pierda por mi nombre y por el evangelio, la conservará»; esta palabra del Señor es la  fórmula fundamental de la vida cristiana. Creer,  en última instancia, no es otra cosa que decir sí  a esta santa aventura de perderse, y precisamente aquí, a partir de su núcleo profundo, no es  otra cosa que amor auténtico. 

La vida cristiana  recibe su forma determinante de la Cruz de Jesucristo y la apertura del cristiano al mundo, de  la que se oye tanto hablar hoy, no puede hallar  su verdadero modelo en otro que no sea el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor  radical, el único que puede redimir.

Lo que en primer lugar es signo de su muerte,  expresión de su fracaso en el abismo de la muerte, es al mismo tiempo un nuevo comienzo: el crucificado resurgirá y no morirá más... De la  profundidad de la muerte se alza la promesa de  la vida eterna. 

Sobre la Cruz de Jesucristo brilla para siempre el esplendor victorioso de la mañana de  Pascua. Vivir con él a partir de la Cruz significa  vivir siempre también bajo la promesa de la alegría pascual.

SÁBADO SANTO

I

Sábado Santo: día de la sepultura de Dios;  ¿no es éste, de una manera impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un  gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío  helador en el corazón que se hace cada vez más  grande, y por este motivo se disponen, llenos  de vergüenza y de angustia, a volver a casa y se encaminan a escondidas y destruidos en su  desesperación hacia Emaús, no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto  estaba en medio de ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado:  ¿nos hemos dado cuenta de que esta frase está  tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana y que nosotros hemos repetido a menudo  en nuestros viae crucis algo parecido sin darnos  cuenta de la gravedad tremenda de cuanto decíamos? Nosotros lo hemos matado, recluyéndolo  en la concha rancia de nuestros pensamientos  habituales, exiliándolo a una forma de piedad  sin contenido de realidad y perdida en el giro  de las frases devocionales o de las preciosidades arqueológicas; nosotros lo hemos matado a  través de la ambigüedad de nuestra vida, que ha  extendido un velo de oscuridad también sobre  él: en efecto, ¿qué habría podido hacer más problemático en este mundo a Dios, que la problematicidad de la fe y del amor de sus creyentes?

La oscuridad divina de este día, de este siglo  que se convierte cada vez en mayor medida en  un Sábado Santo, habla a nuestra conciencia.  También nosotros tenemos que ver con ella.  Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. La muerte de Dios en Jesucristo es al mismo tiempo expresión de su solidaridad radical con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es  al mismo tiempo el signo más claro de una esperanza que no tiene límites. Y una cosa más: sólo  a través del fracaso del Viernes Santo, sólo a través del silencio de muerte del Sábado Santo los  discípulos pudieron ser llevados a la comprensión de lo que era verdaderamente Jesús y de  lo que su mensaje significaba en realidad. Dios  debía morir por ellos para poder vivir realmente en ellos. La imagen que se habían formado  de Dios, en la que habían tratado de encerrarlo,  debía ser destruida para que ellos, a través de los  escombros de la casa derribada, pudieran ver el  cielo, a él mismo, que permanece siempre el infinitamente más grande. 

Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar  de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más  grande si no estuviese él. 

Hay una escena en el Evangelio que anticipa  de un modo extraordinario el silencio del Sábado  Santo y aparece una vez más, por tanto, como  el retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en una barca que, zarandeada por la  tempestad, parece naufragar.

El profeta Elías se  había reído en una ocasión de los sacerdotes de  Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego... ¿Pero no duerme Dios realmente? El escarnio  del profeta, ¿no toca finalmente también a los  creyentes del Dios de Israel que viajan con él  en una barca que parece naufragar?

Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar, ¿no es  ésta la experiencia de nuestra vida? La Iglesia,  la fe, ¿no se asemejan a una pequeña barca que  parece naufragar, que lucha inútilmente contra  las olas y el viento, mientras Dios está ausente?  Los discípulos gritan en la desesperación extrema y sacuden al Señor para despertarlo, pero él  se muestra sorprendido y les reprocha su poca  fe. ¿Pero acaso es distinto para nosotros? (...) Despierta,  no dejes que dure eternamente la oscuridad del  Sábado Santo, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días, acompáñanos cuando  nos dirigimos desesperados hacia Emaús para  que nuestro corazón se pueda encender con tu  cercanía. (...) no nos dejes en la oscuridad,  no permitas que tu palabra se pierda en el gran  derroche de palabras de estos tiempos. Señor,  danos tu ayuda, porque sin ti naufragaremos.

II

La ocultación de Dios a este mundo  constituye el verdadero misterio del Sábado Santo, misterio al que se alude ya en las  enigmáticas palabras según las cuales Jesús «descendió a los infiernos». Al mismo tiempo, la experiencia de nuestra época nos ha ofrecido una  aproximación completamente nueva al Sábado  Santo, ya que la ocultación de Dios al mundo  que le pertenece y que debería anunciar con mil  lenguas su nombre, la experiencia de la impotencia de Dios que es no obstante el Omnipotente, es la experiencia y la miseria de nuestro  tiempo.

cuando se dice de  manera misteriosa que Jesús «descendió a los  infiernos». Digámoslo con toda claridad: nadie  está en disposición de explicarlo verdaderamente. Ni queda más claro diciendo que aquí infierno es una mala traducción de la palabra hebrea  shêol, que indica sencillamente todo el reino de  los muertos, y, por tanto, la fórmula querría decir en origen sólo que Jesús descendió a la profundidad de la muerte, está realmente muerto y  ha participado en el abismo de nuestro destino  de muerte. Y surge entonces la pregunta: ¿qué  es realmente la muerte y qué sucede efectivamente cuando se desciende a las profundidades  de la muerte?

Ahora, sin  embargo, la muerte es también vida.

Si un niño se tuviese que aventurar solo en  la noche oscura a través de un bosque, tendría  miedo aunque se le demostrara cien veces que  no había ningún peligro. Él no tiene miedo de  algo determinado, a lo que se le pueda dar un  nombre, sino que en la oscuridad experimenta  la inseguridad, la condición de huérfano, el carácter siniestro de la existencia en sí. Sólo una  voz humana podría consolarlo; sólo la mano de  una persona querida podría ahuyentar como  un feo sueño la angustia. Se da una angustia  —verdadera, que anida en las profundidades de  nuestras soledades— que no puede ser superada  mediante la razón, sino sólo con la presencia de  una persona que nos ama.

Sin  embargo, allá donde se da una soledad tal que  no puede llenarse ya por la palabra transformadora del amor, entonces nosotros hablamos  de infierno. Y nosotros sabemos que no pocos  hombres de nuestro tiempo, aparentemente tan  optimista, son de la opinión de que todo encuentro se queda en la superficie, que ningún hombre  tiene acceso a la última y verdadera profundidad  del otro y que, por tanto, en el fondo último de  toda existencia subyace la desesperación, más  aún, el infierno. 

Jean-Paul Sartre expresó esto  en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina  del hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra  ninguna palabra que conforte, una puerta que  nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de  este mundo es, en último término, la angustia  provocada por esta soledad.

El  término empleado en el Antiguo Testamento  para el reino de los muertos era el mismo con  que se indicaba el infierno: shêol. La muerte, en  efecto, es soledad absoluta. Pero la soledad que  ya no puede ser iluminada por el amor, que es tan profunda que el amor ya no puede acceder a  ella, es el infierno.  «Descendió a los infiernos»: esta confesión  del Sábado Santo significa que Cristo ha atravesado la puerta de la soledad, que ha descendido  al fondo inalcanzable e insuperable de nuestra  condición de ser abandonado. Sin embargo,  esto significa que también en la noche extrema  en la que no penetra ninguna palabra, en la que  todos nosotros somos como niños despreciados, llorosos, se da una voz que nos llama, una  mano que nos toma y nos conduce. La soledad  insuperable del hombre ha sido superada desde  el momento en que Él se ha encontrado en ella.  El infierno ha sido vencido desde el momento en  que el amor ha entrado también en la región de la  muerte y la tierra de nadie de la soledad ha sido  habitada por él. En lo profundo de sí el hombre  no vive de pan, en la autenticidad de su ser vive  por el hecho de que es amado y de que se le permite amar. A partir del momento en que en el  espacio de la muerte se da la presencia del amor,  se da la vida en medio de la muerte: «la vida de  los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma», reza la Iglesia en la liturgia de difuntos. 

acercarnos a la hora de nuestra soledad última,  se nos concederá comprender algo de la gran  claridad de este oscuro misterio. En la certeza  cargada de esperanza de que en aquella hora de  extremo abandono no estaremos solos podemos  presagiar ya ahora algo de lo que sucederá. Y en  medio de nuestra protesta contra la oscuridad  de la muerte de Dios comenzamos a estar agradecidos por la luz que viene a nosotros desde  esta oscuridad.

III

En el breviario romano, la liturgia del  triduo pascual está estructurada con un  cuidado particular; la Iglesia, con su oración, quiere transportarnos, por así decir, a la  realidad de la pasión del Señor y, más allá de las  palabras, al centro espiritual de lo que sucedió.  Si se quisiera intentar destacar en pocos trazos  la liturgia orante del Sábado Santo, sería necesario hablar sobre todo del efecto de paz profunda que emana de ella. 

Ya se ha hecho verdadera la audaz palabra del salmista: aunque me quisiera esconder  en el infierno, también allí estás tú. Y cuanto  más se recorre esta liturgia, más se perciben brillar en ella, como una aurora de la mañana, las  primeras luces de la Pascua.

Si el Viernes Santo nos pone ante los ojos la figura desfigurada del  traspasado, la liturgia del Sábado Santo se refiere más bien a la imagen de la Cruz más apreciada por la Iglesia antigua: a la Cruz rodeada  por rayos luminosos, signo a un tiempo de la  muerte y de la resurrección.

El Sábado Santo nos remite así a un aspecto  de la piedad cristiana que tal vez se ha extraviado  en el transcurso de los tiempos. Cuando nosotros miramos a la Cruz en la oración, a menudo  vemos en ella solamente un signo de la pasión  histórica del Señor en el Gólgota. Sin embargo,  el origen de la devoción a la Cruz es distinto:  los cristianos rezaban en dirección a Oriente  para expresar su esperanza de que Cristo, el sol  verdadero, amanecería sobre la historia, para expresar, por tanto, su fe en el retorno del Señor.  La Cruz está en un primer momento ligada estrechamente a esta orientación de la oración, se  representa, por así decir, como si fuera la enseña  que el rey enarbolará a su llegada; en la imagen  de la Cruz la avanzadilla del cortejo ya está en  medio de aquellos que rezan. Para el cristianismo antiguo, la Cruz es signo sobre todo de la  esperanza. No implica tanto una referencia al  Señor que ha pasado, cuanto al Señor que está  por venir.

Era necesario defender la santa insensatez del amor de Dios que  no eligió pronunciar una palabra de poder, sino  recorrer la vía de la impotencia para humillar  nuestro sueño de poder y vencerlo desde dentro.

Pero ¿no habremos olvidado así un poco demasiado la conexión entre Cruz y esperanza,  la unidad entre el Oriente y la dirección de la  Cruz, entre pasado y futuro existente en el cristianismo? El espíritu de la esperanza que respira  sobre las oraciones del Sábado Santo debería penetrar de nuevo todo nuestro ser cristianos. El  cristianismo no es sólo una religión del pasado,  sino, en una medida no menor, del futuro; su  fe es al mismo tiempo esperanza, ya que Cristo  no es sólo el muerto y resucitado, sino también  aquel que está por venir.

Oh Señor, ilumina nuestras almas con este  misterio de la esperanza para que reconozcamos  la luz que irradia tu Cruz; concédenos que como  cristianos avancemos tendiendo hacia el futuro,  hacia el encuentro con el día de tu venida.

ORACIÓN 

Señor Jesucristo, en la oscuridad de la  muerte Tú has dado luz, en el abismo de la  soledad más profunda habita ya para siempre la protección poderosa de Tu amor; en  medio de Tu ocultación podemos ya cantar  el aleluya de los salvados. Concédenos la  sencillez humilde de la fe, que no se deje  desviar cuando Tú nos llames en las horas  de oscuridad, de abandono, cuando todo  parezca ser problemático: concédenos, en  este tiempo en el que se combate en una  lucha feroz en torno a Ti, luz suficiente  para no perderte; luz suficiente para que  podamos darla a cuantos tienen aún necesidad de ella. Haz brillar el misterio de  Tu alegría pascual, como aurora de la mañana, en nuestros días; concédenos poder  ser verdaderamente hombres pascuales en  medio del Sábado Santo de la historia.  Concédenos que a través de los días luminosos y oscuros de este tiempo podamos  encontrarnos siempre con ánimo alegre  en camino hacia Tu gloria futura.

Amén.

+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

Traducción: Gabriel Lanzas

+++++++++++++++++++++++++++++++++++

Un libro imprescindible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario