jueves, 26 de octubre de 2023

Carta de una desconocida (Stefan Zweig, 1927)

 


Veo mucho la influencia del escritor ruso Fiódor M. Dostoievski en esta obra. Y es que en 1920 Zwieg hubo publicado un libro titulado tres maestros sobre sus predecesores Dostoievski, Balzac y Dickens. 

Es impresionante que en un corto texto se pueda condensar una intensa carga emotiva de ilusiones, anhelos, deseos y  sufrimientos. Toda la carta es un testimonio desgarrador de una vida perdida, que perdió a otra más pequeña. La carta llena páginas enteras y me es inevitable recordar, mutatis mutandis, al hombre del subsuelo de Dostoievski, en el sentido de que luego de tantos años de silencio decide pues contar todo lo que llevaba dentro de él.

Con la desconocida, y lamentablemente nunca sabremos su nombre, nos enternecemos con esa historia de ilusión sentimental que le ocurre en el umbral de la adolescencia. Al incio es una narración de ese primer amor que a algunos les ha tocado vivir y que viene a mi mente otro personaje de Dostoievski, Nietochka Nezvánova, una niña dulce, inocente, muy pobre pero con ganas de vivir y que fija sus esperanzas de una vida mejor en el, aparentemente, más educado y buena persona, aquel escritor famoso. 

Es interesante notar que aquella criatura estaba ansiosa de llenar algo en su interior, deduzco que no tuvo una sólida formación religiosa y que su única conexión con el mundo fueron esos doce libros viejos que poseía, son pues los libros los que vehiculizan esas ansias de amor e ilusión por otro mundo, uno muy distinto a su pobreza material y espiritual, lo que le lleva a identificar a ese nuevo inquilino, famoso escritor, como su salvador. ¿Qué era lo que hubo leído aquella niña desconocida hasta entonces? ¿A sus trece años puede que alguna novela romántica?, no lo sabemos.

Pero también la desconocida me recuerda luego, cuando ya es adulta, a otro personaje femenino, Natalia Nikoláievna (Natasha), de la novela Humillados y ofendidos. Así que bien puede esta desconocida ser parte de ese mundo construido por el escritor ruso.

Cito:

"y mientras estaba delante del espejo, te vi detrás de mí —creía que me moría de horror y de vergüenza— a través del espejo vi cómo, discretamente, introducías unos billetes de los grandes en mi manguito. ¿Cómo fui capaz de no gritar en aquel momento, de no abofetearte? ¡A mí, la que te quería desde pequeña, la madre de tu hijo, me pagabas por aquella noche! Una cualquiera encontrada en el Tabarin, eso es lo que yo era para ti, nada más. ¡Me habías pagado, me habías pagado a mí! No tenías suficiente con olvidarte de mí, también tenías que humillarme."

Es muy doloroso ser testigos de ese sufrimiento que la desconocida atraviesa por haber depositado su esperanza en un hombre, precisamente en el destinatario de la carta, un hombre que no sabemos casi nada de su vida solo que es un intelectual y mujeriego empedernido.

Cito

"Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia, todas me las había representado en visiones apasionadas, pero justamente ésta no me había arriesgado a considerarla ni en mis momentos más pesimistas, ni en los momentos en que tenía la conciencia más extrema de mi inferioridad, porque esto era lo peor que podía suceder: que no me reconocieras en absoluto. Ahora sí, ahora ya entiendo —¡ah, a comprender las cosas sí me has enseñado!— que la cara de una chica, de una mujer, resulta terriblemente cambiante para un hombre, porque no suele ser sino el reflejo de una pasión o de una ingenuidad o de una fatiga, que se borra tan fácilmente como la imagen de un espejo. Y un hombre puede olvidar rápidamente el rostro de una mujer, porque la edad que en ella se refleja cambia según si hay sol o sombra y según la forma de vestirse de un día para otro"

También se puede leer como una alegoría, de dos lados de un mundo en ruinas, la cara visible representado por aquel hombre de fama que representa a la crema y nata de la intelectualidad, que lleva por bandera la búsqueda del placer sin comprometer sus sentimientos, usando a las personas como meros instrumentos para satisfacer sus bajas pasiones, que no se entera del sufrimiento de aquellas otras personas, anónimas, desconocidas, representantes de esa otra cara de ese mundo, de aquellas personas con una infancia llena de ilusiones por vivir, que se aferran a una esperanza, inocentes pero que terminan padeciendo terribles tribulaciones.

Cito

"...Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino ajeno. Lo que quieres es entregarte a todos, al mundo, no quieres ninguna víctima."

Es doloroso leer cada tanto en la carta como un recordatorio la frase "Nuestro hijo murió ayer" y allí va Europa, convertida en un cementerio tras la Gran Guerra (1914-1919) y que morirían muchos más. La carta inicia relatando la inocente pero equivocada dirección de un alma joven, aferrándose a un hombre, llegando a la idolatría e inclusive a reemplazarlo por Dios mismo. Se ha perdido el vínculo con lo divino. Triste muy triste.

Cito:

"Yo ya no creo en Dios ni quiero ninguna misa, sólo creo en ti, sólo te quiero a ti y sólo quiero continuar viviendo dentro de ti… ay, sólo un día al año, muy, muy silenciosamente, como siempre he vivido a tu lado… Te lo suplico, hazlo, querido… es la primera y última cosa que te pido… te lo agradezco… te quiero… te quiero… adiós."

Impresiona la crudeza de las míseras condiciones de vida que padeció en la maternidad la desconocida, un mundo de desolación que la narradora lo llama por momentos un infierno. 

Cito:

"Una semana antes, una lavandera me robó las últimas coronas que me quedaban en el armario y tuve que ir a la casa de maternidad. Allí, por donde sólo se arrastran las mujeres verdaderamente pobres, las despreciadas y olvidadas en su penuria, allí, en medio de las sobras de la miseria, allí nació el niño, tu hijo. Era como para morirse, todo se hacía extraño, extraño, extraño… solas y llenas de odio mutuo, las que permanecíamos allí éramos extrañas entre nosotras mismas, llevadas solamente por la miseria, por el mismo tormento, hasta el interior de aquella sala que olía a cerrado, a cloroformo y a sangre, llena de gritos y suspiros. La degradación, la deshonra anímica y física que la pobreza debe soportar, yo las sufrí allí, al lado de prostitutas y enfermas que hacían del encuentro de sus destinos una injusticia. También sufrí el cinismo de los médicos jóvenes que levantaban la sábana de las indefensas con una sonrisa irónica y las palpaban con actitud científica, la mezquindad de las enfermeras… Crucifican"

¿A dónde va el mundo? Para Stefan Zweig estaba clarísimo.

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