martes, 31 de diciembre de 2024
289. La Biblia en 365 días (Traducción del Vaticano, en la voz del Padre Fray Nelson Medina, OP)
viernes, 29 de noviembre de 2024
288. Carta encíclica Spe Salvi. Sobre la esperanza cristiana. (Benedicto XVI, 2007)
" « SPE SALVI facti sumus » – en esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la « redención », la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino. Ahora bien, se nos plantea inmediatamente la siguiente pregunta: pero, ¿de qué género ha de ser esta esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ella? Y, ¿de qué tipo de certeza se trata? " (1)
Si el progreso técnico no se corresponde con un progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre interior (cf. Ef 3,16; 2 Co 4,16), no es un progreso sino una amenaza para el hombre y para el mundo (22).
Ciertamente, la razón es el gran don de Dios al hombre, y la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana.Pero ¿cuándo domina realmente la razón? ¿Acaso cuando se ha apartado de Dios? ¿Cuando se ha hecho ciega para Dios? La razón del poder y del hacer ¿es ya toda la razón? Si el progreso, para ser progreso, necesita el crecimiento moral de la humanidad, entonces la razón del poder y del hacer debe ser integrada con la misma urgencia mediante la apertura de la razón a las fuerzas salvadoras de la fe, al discernimiento entre el bien y el mal. Sólo de este modo se convierte en una razón realmente humana. Sólo se vuelve humana si es capaz de indicar el camino a la voluntad, y esto sólo lo puede hacer si mira más allá de sí misma. En caso contrario, la situación del hombre, en el desequilibrio entre la capacidad material, por un lado, y la falta de juicio del corazón, por otro, se convierte en una amenaza para sí mismo y para la creación. Por eso, hablando de libertad, se ha de recordar que la libertad humana requiere que concurran varias libertades. Sin embargo, esto no se puede lograr si no está determinado por un común e intrínseco criterio de medida, que es fundamento y meta de nuestra libertad. Digámoslo ahora de manera muy sencilla: el hombre necesita a Dios, de lo contrario queda sin esperanza. Visto el desarrollo de la edad moderna, la afirmación de san Pablo citada al principio (Ef 2,12) se demuestra muy realista y simplemente verdadera. Por tanto, no cabe duda de que un « reino de Dios » instaurado sin Dios –un reino, pues, sólo del hombre– desemboca inevitablemente en « el final perverso » de todas las cosas descrito por Kant: lo hemos visto y lo seguimos viendo siempre una y otra vez (23).
Preguntémonos ahora de nuevo: ¿qué podemos esperar? Y ¿qué es lo que no podemos esperar? Ante todo hemos de constatar que un progreso acumulativo sólo es posible en lo material. Aquí, en el conocimiento progresivo de las estructuras de la materia, y en relación con los inventos cada día más avanzados, hay claramente una continuidad del progreso hacia un dominio cada vez mayor de la naturaleza. En cambio, en el ámbito de la conciencia ética y de la decisión moral, no existe una posibilidad similar de incremento, por el simple hecho de que la libertad del ser humano es siempre nueva y tiene que tomar siempre de nuevo sus decisiones. No están nunca ya tomadas para nosotros por otros; en este caso, en efecto, ya no seríamos libres.
La libertad presupone que en las decisiones fundamentales cada hombre, cada generación, tenga un nuevo inicio. Es verdad que las nuevas generaciones pueden construir a partir de los conocimientos y experiencias de quienes les han precedido, así como aprovecharse del tesoro moral de toda la humanidad. Pero también pueden rechazarlo, ya que éste no puede tener la misma evidencia que los inventos materiales. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo están en cambio los instrumentos que se usan; existe como invitación a la libertad y como posibilidad para ella (24).
Pero no debemos olvidarnos del prójimo, a quien debemos tomarle de la mano para ir juntos hacia ese encuentro celestial.
Pero ahora surge la pregunta: de este modo, ¿no hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación? ¿En la esperanza sólo para mí que además, precisamente por eso, no es una esperanza verdadera porque olvida y descuida a los demás? No. La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros (cf. 1 Tm 2,6). Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser « para todos », hace que éste sea nuestro modo de ser. Nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos. Quisiera citar en este contexto al gran doctor griego de la Iglesia, san Máximo el Confesor († 662), el cual exhorta primero a no anteponer nada al conocimiento y al amor de Dios, pero pasa enseguida a aplicaciones muy prácticas: « Quien ama a Dios no puede guardar para sí el dinero, sino que lo reparte ‘‘según Dios'' [...], a imitación de Dios, sin discriminación alguna ». Del amor a Dios se deriva la participación en la justicia y en la bondad de Dios hacia los otros; amar a Dios requiere la libertad interior respecto a todo lo que se posee y todas las cosas materiales: el amor de Dios se manifiesta en la responsabilidad por el otro. En la vida de san Agustín podemos observar de modo conmovedor la misma relación entre amor de Dios y responsabilidad para con los hombres. Tras su conversión a la fe cristiana quiso, junto con algunos amigos de ideas afines, llevar una vida que estuviera dedicada totalmente a la palabra de Dios y a las cosas eternas. Quiso realizar con valores cristianos el ideal de la vida contemplativa descrito en la gran filosofía griega, eligiendo de este modo « la mejor parte » (Lc 10,42). Pero las cosas fueron de otra manera. Mientras participaba en la Misa dominical, en la ciudad portuaria de Hipona, fue llamado aparte por el Obispo, fuera de la muchedumbre, y obligado a dejarse ordenar para ejercer el ministerio sacerdotal en aquella ciudad. Fijándose retrospectivamente en aquel momento, escribe en sus Confesiones: « Aterrado por mis pecados y por el peso enorme de mis miserias, había meditado en mi corazón y decidido huir a la soledad. Mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para él que murió por ellos" (cf. 2 Co 5,15) ». Cristo murió por todos. Vivir para Él significa dejarse moldear en su « ser-para » (28).
lunes, 28 de octubre de 2024
287. Señor de los Milagros. Guarda y custodio desta ciudad (Munilibros)
viernes, 11 de octubre de 2024
Para qué sirve la Fe (P. Santiago Martín, FM)
¿Qué motivos ha encontrado históricamente el hombre para elegir entre la Fe y la increencia? Creer o no creer es la gran cuestión existencial que se ha planteado desde siempre. Es la elección que cada ser humano, individual y único, enfrenta desde que empieza a ser consciente de su existencia.¿Qué le ha dado mejor resultado? ¿Ante los grandes problemas de la vida, está mejor preparado el creyente o el no creyente? ¿Y ante la muerte? ¿Es el hombre razón pura?Este libro trata de dar respuesta a estas preguntas y aportar un poco de luz a un problema tan vital como eterno; luz procedente del sentido común, del equilibrio integrador entre lo que dicta la razón y lo que enseña el corazón, con el fin de ayudarnos a vivir con paz y esperanza.
Ya desde el subtítulo del libro: Aportaciones para un diálogo con los no creyentes, se deja claro cuál es el objeto del libro.
El libro consta de una Introducción y seis capítulos titulados como sigue:
Capítulo I. Una larga marcha
Capítulo II. El debate sobre la razón, ¿ceguera de la fe?
Capítulo III. El debate desde el corazón. El triunfo del sentido común.
Capítulo IV. La crisis de fe y de increencia.
Capítulo V. Aprender a creer.
Capítulo VI. La opción cristiana.
Cómo hubiera dejado de perder tanto tiempo si hubiera encontrado este tipo de libros, llenos de sabios consejos cristianos para llevar una vida de espiritualidad apegado a la doctrina católica.
En el capítulo I, el padre Santiago Martín advierte del avance del ateísmo. Menciona que la "Cristiandad" empieza a quebrarse por el avance de la ciencia y por la emancipación de la filosofía con relación a la teología (p.19). El hombre considera que puede competir con Dios al que puede apartar de su camino y ocupar su lugar.
El padre señala que, son muchos los autores que señalan que el ateísmo actual se origina en el Renacimiento, aunque se fragua sobre todo en la Ilustración. Este ateísmo parte de la confianza en la razón humana para dominar la naturaleza, confianza favorecida por el progreso de las ciencias [Thomas Kuhn no lo llamaría progreso en su libro La estructura de las revoluciones científicas] desde finales de la Edad Media y el desarrollo de la técnica que facilita la vida cotidiana de los hombres.
El padre Santiago puntualiza que, el Dios de muchos filósofos de la Ilustración es un Dios superfluo [Hay un libro de Benedicto XVI que se titula el Dios de la fe y el Dios de los filósofos], un Dios del que se puede prescindir en casi todos los aspectos de la vida, sobre todo cuando se está iluminado por la "diosa razón", la cual se entronizó tras la Revolución francesa [Revolución criminal contra los cristianos]. El Dios de los cristianos de esa época (la ilustración) es, sobre todo, un Dios que no fundamenta los valores morales. Y el padre añade que, de un Dios del que se puede prescindir se termina, más pronto o más tarde, prescindiendo. Por eso, de aquel ateísmo light se pasará después al ateísmo militante para concluir con el actual agnosticismo o ateísmo práctico, en la indiferencia.
El padre señala como promotores de esta destrucción del cristianismo a Descartes, Kant y Hegel y los discípulos de este último: Feuerbach, Marx, Freud, Nietzsche, Sartre y Bloch (estos discípulos son denominados como "los padres de la sospecha").
El ateísmo de estos razonadores se caracteriza por negar a Dios para ensalzar al hombre. Dios como obstáculo que encuentra el hombre para su camino a la plenitud, por eso Dios tiene que ser eliminado, no solo del culto social y público sino también, de la conciencia humana. Es en resumen el pensamiento de estos señores ateos (p. 23).
Sin embargo, pese a tantos ataques a la religión, el hombre común sigue preguntándose por Dios, con un corazón que no se sacia con las cosas de este mundo (p.46).
Por ejemplo, una interrogante capital es sobre el problema del mal y su frecuente triunfo sobre el bien. Asimismo, todos, sin excepción, no escaparemos a la muerte.
Entonces, el padre termina el capítulo I diciendo que, demostrar que las respuestas que nacen desde la fe son no sólo más útiles, sino también más racionales y por tanto más humanas, será el objetivo del resto del libro. Y demostrar que en Cristo ha llegado a la plenitud el sentimiento religioso y que las preguntas de creyentes y no creyentes hallan en el hijo de María de Nazaret las mejores respuestas [La llena de Gracia], constituirá la última parte de esta obra.
Obra que, efectivamente en su capítulo final dedica temas fundamentales para la vida en la fe como sobre el dogma cristiano, la moral, la vida de oración y la misión de la Iglesia.
Recomiendo este libro de espiritualidad tanto para católicos practicantes, "paganos bautizados", agnósticos, ateos y otros.
viernes, 4 de octubre de 2024
De los Macabeos a Herodes el Grande (Claude Tassin) [Historia de Israel 4ta. parte] (CB 136)
domingo, 1 de septiembre de 2024
Rosa de Lima, primera santa de América
Impresionante la vida de Santa Rosa de Santa María, quien desde niña ya se vislumbraba su santidad al jugar con el niño Jesús.
En una época en donde Lima era la ciudad más importante de América y modelo de un ferviente catolicismo, Isabel Flores de Oliva, es decir, Rosa de Santa María, ingresa a la Orden Terciaria de los Dominicos (de ahí su hábito blanco y negro) y que tras leer libros religiosos para buscar un ejemplo de santidad, la encontró en la vida de Santa Catalina de Siena, santa del siglo XIV, Doctora de la Iglesia, también terciaria Dominica y muy influyente en la defensa de la sede de romana del Papa en tiempos de crisis.
Santa Rosa de Lima, hizo vida de penitencia, oración, ayudó a muchas mujeres y enfermos, oró para la protección de Jesús Eucaristía frente a la amenaza de corsarios franceses y holandeses que se aproximaron a las costas limeñas. En vida fue considerada una santa por el pueblo.
Santa Rosa de Santa María, fue ejemplo de una vida llena de virtudes, una católica con mucho fuego del Espíritu Santo, contrayendo un matrimonio místico con Nuestro Señor Jesuscristo.
La Iglesia la celebra el 23 de agosto pero en el Perú se celebra el 30 de agosto, siendo feriado nacional.
Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, América y Filipinas, ora pro nobis (ruega por nosotros).
lunes, 19 de agosto de 2024
Tres discursos en memoria de Dostoievski (Vladímir Soloviov)
Es de agradecer a la editorial Taugenit por esta iniciativa que pone al alcance del público hispanófono una traducción de los tres discursos del filósofo Vladímir Soloviov en memoria de Dostoievski.
Vladimir Soloviov fue amigo de Fiódor Dostoievski en sus últimos años (los discursos datan de poco tiempo después del fallecimiento de Dostoievski). Soloviov, filósofo, poeta y místico, compartía con Dostoievski su visión profundamente religiosa sobre el "ideal comunitario" que Fiódor Dostoievski supo anunciar en varias de sus novelas de su segunda etapa con una maestría incomparable.
En estos tres discursos en memoria de Dostoevski (con traducción y prólogo de Nadia Smirnova), Soloviov resalta claramente tanto las bases religiosas en las que Dostoievski construía sus obras como el objetivo que buscaba en ellas .
Fiódor Dostoievski se convirtió en un escritor religioso después de su paso por Siberia. Allí, conoció el mal encarnado pero también en aquellos encontró el bien genuino, espejo del Evangelio. Fueron precisamente las Sagradas Escrituras lo que le permitió resistir esos años tan duros de trabajos forzados.
Esa estancia en "la casa de los muertos" le permitió purificar su corazón y ver algo que antes lo tenía velado en aquella época del círculo de Petrashevski, el amor de Dios como única manera de salvación de los hombres.
Dostoievski, al salir de prisión, empezó a plantear sus novelas en términos de caída del hombre - redención del hombre a través de Cristo y su Iglesia, quien no lo haya visto pase a releer sus últimas obras.
Y es entonces en los tres discursos donde Soloviov anuncia que lo que Dostoevski buscaba era que la gente se de cuenta que toda idea o plan que se sustente fuera de Dios llevará inevitablemente a la ruina, al desastre. Dostoievski estaba convencido que la sociedad estaba contaminándose de anticristianismo y por lo tanto la moral estaba corrompiéndose. Ante esto, lo que Dostoevski planteaba era una reforma no tanto en lo externo sino fundamentalmente una reforma interna en la sociedad, una reforma moral, viviendo en Cristo y en la Iglesia, solo así Rusia tendría un papel fundamental en la Historia de salvación de los hombres.
Soloviov relaciona el bien, la verdad y la belleza como unidad inseparable, concepción que atribuye también al pensamiento de Dostoievski:
"La infinidad del alma humana revelada en Cristo, capaz de contener toda la infinidad de la divino, es una idea que constituye el mayor bien, la verdad más alta y la belleza más perfecta. La verdad es el bien pensado por la mente humana; la belleza es el mismo bien y la misma verdad materializados corporalmente en una forma viva concreta [Jesuscristo]. Y su encarnación completa en todo cuanto existe es el fin, la meta y la perfección, y es por eso que Dostoievski decía que la belleza salvará al mundo".
Soloviov enfatiza en cada momento la intención religiosa de Dostoievski revelada en sus novelas.
"El humano introduce el mal en la naturaleza y de ella extrae la muerte. Solo al renunciar a nuestra postura falsa, a nuestra insana fijación en nosotros mismos, a nuestra vil soledad, solo al ligarnos con Dios en Cristo y con el mundo en la Iglesia, podremos hacer la verdadera obra de Dios, aquello que Dostoievski llamaba la obra ortodoxa". [Cf. Lc. 9,23-24: "Decía a todos: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la salvará"].
Asimismo, Soloviov atribuye a Rusia una misión colaboradora en la redención de los hombres pero para ello debe reconciliarse antes con sus enemigos históricos, los judíos y católicos. Me agradó que Soloviev destaque la firmeza de la religión católica a través de los tiempos:
"Y si Roma [se refiere a la Iglesia católica, la verdadera], invencible en su santidad, en aspiración de llevar a toda la humanidad a esa santidad se movía y cambiaba, iba hacia delante, se tropezaba, caía fuertemente y de nuevo se levantaba, entonces no debemos juzgarla por esos tropezones y caídas, pues no la apoyábamos ni levantábamos [La iglesia ortodoxa a la Iglesia católica], sino que observábamos arrogantemente el difícil y resbaladizo camino de la hermana occidental estando sentados quietos y, estando quietos, no caímos. (...) Démosle más espacio en nosotros [a Dios] y veremos su fuerza en la iglesia católica y en la sinagoga judía".
Termina su tercer discurso en memoria de Dostoevski de la siguiente manera:
"En una conversación, Dostoievski aplicó a Rusia la revelación de San Juan sobre una "mujer vestida del sol" [la Iglesia católica cree que aquí la Palabra se refiere a la Virgen María] que "estando en cinta, clamaba con dolores de parto y sufría por dar a luz" {Ap. 12,1-2}: la mujer es Rusia, y a lo que da a luz es la Palabra nueva que Rusia debe proferir al mundo. Sea correcta o no esta interpretación de la "gran profecía' [es incorrecta], Dostoievski adivinó esa Palabra nueva de Rusia. Es la palabra de reconciliación para el Oriente y el Occidente en la unión de la verdad eterna de Dios y de la libertad humana.
He aquí el objetivo supremo y la obligación de Rusia, he aquí el "ideal comunitario" de Dostoievski. Su fundamento es el renacimiento moral y el sacrificio espiritual que ya no es de un individuo solitario, sino de la sociedad, del pueblo entero. Como antes, ese ideal no está claro para los maestros de Israel, pero en él está la verdad, y es el que vencerá". [La Iglesia sostiene que el conjunto de fieles católicos es el nuevo Israel].
Termina el libro con un apéndice en defensa de Dostoievski contra Leontiev. Soloviov hace la defensa de Dostoievski sobre su versión cristiana:
"Dostoievski ha tenido que hablar con personas que no habían leído la Biblia y que habían olvidado la catequesis. Por eso, para que le comprendieran, tenía que usar expresiones como "armonía universal" cuando quería hablar de la Iglesia triunfante o gloriosa".
"Dostoievski no se apoyaba sobre el mero sentimiento de bondad hacia la gente, sino ante todo sobre los objetos místicos de la fe que están por encima de la humanidad, se apoyaba en Cristo y sobre la Iglesia, y la creación misma de la verdadera cultura le parecía a Dostoievski, antes que nada, un "asunto ortodoxo" religioso; y la "fe en la santidad del Carpintero de Nazaret crucificado en los tiempos de Poncio Pilato" [Jesús, hombre verdadero y Dios verdadero] era el origen que insuflaba vida en todo aquello que decía y escribía Dostoievski ".
Nota: el texto entre corchetes son mis puntualizaciones.
lunes, 1 de julio de 2024
Vidas de Santos 2: Abril, mayo, junio (P. Eliécer Sálesman). 1° Relectura
domingo, 23 de junio de 2024
Diálogos de Carmelitas (Georges Bernanos, 1949)
BlancheEs cierto...¡oh Madre María, si hay alguna manera de salvarlas, me parece que esta vez tendré el coraje...Madre MaríaNo se trata de salvarlas, sino de cumplir con ellas el voto que hicimos libremente, hace pocos días.Blanche:¡Qué! ¿las dejaremos morir sin hacer nada por ellas?Madre MaríaLo que importa, hijita, es que no las dejes morir sin nosotras.Blanche¡Eh!¡Qué necesitan que muramos!Madre María¿Es una chica del Carmelo hablando así?BlancheMuere, muere, ¡solo tienes esta palabra en tu boca! ¿Alguna vez se cansarán de matar o morir? ¿Estarás alguna vez satisfecha con la sangre de otros o con tu propia sangre?Madre MaríaSolo hay horror en el crimen, hija mía, y es a través del sacrificio de vidas inocentes que este horror se borra, el crimen mismo se devuelve al orden de la caridad divina...Blanche patea su pieBlanche¡No quiero que mueran! ¡Yo no quiero morir!Ella huye sin que la Madre María pueda detenerla (...).
Sobre el autor:
(De Wikipedia)
Georges Bernanos (París, 20 de febrero de 1888-Neuilly-sur-Seine, 5 de julio de 1948) fue un novelista, ensayista y dramaturgo francés. En su primera novela, Bajo el sol de Satán (1926), ya están patentes sus preocupaciones religiosas. Bernanos ahonda en la psicología del hombre donde tiene lugar el enfrentamiento entre el bien y el mal, la fe y la desesperación. Publicó, entre otros títulos, La alegría, Los grandes cementerios bajo la luna y Diario de un cura rural (1936).
Pensamiento
Bernanos se vincula con una visión trágica del cristianismo semejante a la de François Mauriac y Graham Greene, que trata de dar una respuesta de fe al tema esencial en la literatura contemporánea de las relaciones del hombre con el mundo. Visión trágica del cristianismo no es así porque todos ellos insisten en el aspecto desgarrador de la doble postulación baudelairiana del hombre «hacia Dios y hacia Satanás». Pero mientras que en Mauriac la lucha entre el pecado y la gracia, entre el bien y el mal, se libraba en el campo interior del corazón humano, en Bernanos el combate se entabla muchas veces a escala cósmica con intervenciones de lo sobrenatural en el ambiente cotidiano y vulgar de los grises pueblos franceses. Y grises son también, humanamente hablando, sus personajes: el abate Donissan de Bajo el sol de Satanás o el cura d'Ambricourt de Diario de un cura rural esconden bajo su rudeza, bajo su debilidad física, una trágica grandeza y una auténtica santidad. Frente a ellos, con el abate Cénabre de La impostura Bernanos es el novelista del sacerdote que ha renegado secretamente de Dios y que cumple todos los días los gestos de su sacerdocio, representa el polo opuesto. De la misma manera que a la pura y radiante figura de la niña Chantal de Clergerie se contraponen los negros perfiles de la perversa Mouchette.
Bernanos es un pesimista pintor de extremos; tanto el cura d'Ambricourt —cuyas últimas palabras son «Todo es gracia»— como el impostor abate Cénabre —que muere recitando el padrenuestro «con voz sobrehumana»— llevan el combate hasta sus últimas consecuencias. Pero, sean santos o presas de Satanás, hay en todos ellos, según él, una dimensión religiosa, pues «hasta en la blasfemia hay algo de amor a Dios». Mientras que lo estéril, lo desesperanzador, lo que nunca será tocado por la gracia son las almas tibias, cómodamente encerradas en su egoísmo, en su orgullo o en su indiferencia. En este sentido el panfletario prolonga al novelista y su voz ruda y airada (muy semejante en tantos aspectos a la de León Bloy) denuncia apasionadamente la mediocridad y la falsa buena conciencia en todos sus aspectos. No obstante el vigor de su estilo alucinado, al pasar al campo de la polémica se descentra frecuentemente y hace que la censura justa y el rasgo incisivo desemboquen en violencias verbales exageradas. Jansenista en cuanto al sentimiento, Bernanos se deja arrastrar en su solitario combate por el caudal de su elocuencia. Con todo, su obra es uno de los más vigorosos testimonios de la literatura contemporánea.
viernes, 14 de junio de 2024
Los testigos de Jehová. Un engaño mundial. (Jesús Ferreira, 2021)
viernes, 7 de junio de 2024
María, Camino de perfección (Padre Santíago Martín, FM. 2018)
"María, camino de perfección" es una guía espiritual para vivir con Cristo, por Cristo, en Cristo y como María. El Padre Santiago Martín, fundador de Los Franciscanos de María, nos invita a profundizar nuestra vida cristiana teniendo como modelo a María, la Madre de Dios, la Siempre Vírgen María.
El texto se compone de seis capítulos, una conclusión y un anexo. En los capítulos, el P. Santiago Martín desarrolla diferentes aspectos religiosos de la Vírgen: su fe y espiritualidad, la voluntad de Dios en la espiritualidad de María, la caridad en la espiritualidad de María, la imitación de la maternidad espiritual de María, María junto a la cruz, María y la Iglesia. La conclusión es una síntesis de los temas precedentes y el anexo añade doce características a imitar de María, doce modelos, el padre lo denomina las doce estrellas de la corona, haciendo un guiño a Apocalipsis capítulo 12. Estos modelos son: su fe, su esperanza, su amor, su agradecimiento, su castidad, su pobreza, su obediencia, su humildad, su paciencia, su misericordia, su alegría y su oración.
Para quienes ya conocen al Padre Santiago Martín, FM, a través de sus innumerables y magníficos videos por Youtube , el libro es como si el padre te estuviera dando una charla, con un lenguaje sencillo, ágil y comprensible, algo prodigioso para comunicar los misterios tan profundos de la fe. Al leer el texto es como si escucharas su voz porque el estilo de sus charlas espirituales se refleja claramente en este libro.
En definitiva es un libro muy recomendable, para releerlo constantemente, un libro que nos enseña muchas verdades y sobre todo cómo vivir cristianamente teniendo como ejemplo de imitación a quién más amó a Jesús, su madre, la Inmaculada y siempre Vírgen María.
viernes, 31 de mayo de 2024
La última en el cadalso (Gertrud von Le Fort, 1931)
"Más tarde se ha querido ver en esta catástrofe una especie de señal: el sombrío presagio del destino reservado a la pareja de príncipes. Y tal vez no era sólo un presagio sino también un símbolo. (Amiga mía, las revoluciones nunca provienen sólo de la mala administración y de los errores de un régimen; éstos no hacen sino desatar aquéllas, cuya verdadera esencia reside en el desencadenamiento de la angustia mortal de una época que toca a su fin. Y precisamente allí se encuentra también el elemento simbólico del que hablo)."
"Me pareció que alguien me decía al oído: «¡Francia no sólo bebe la sangre de sus hijos, derrama también su sangre para ellos, su sangre más noble, más pura!»"
viernes, 24 de mayo de 2024
Conoce tu misa (Traducido por Ángel Esparza)
viernes, 17 de mayo de 2024
Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe "Dignitas infinita sobre la dignidad humana", 08.04.2024
Con el reciente documento del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el Papa Francisco suscribe el compromiso de la Iglesia en la defensa de la dignidad humana.
viernes, 26 de abril de 2024
La Virgen María en la medalla milagrosa (Miguel Gomes)
viernes, 19 de abril de 2024
Las maravillas de la santa misa (Fray Paul O'Sullivan O.P.)
viernes, 12 de abril de 2024
Vidas de Santos 1. Enero, febrero y marzo (P. Eliécer Sálesman)
En el año 320 el emperador Licinio publicó un decreto ordenando que los cristianos que no renegaran de su religión serían condenados a muerte.
Cuando el gobernador de Sebaste (en Turquía) leyó en público el decreto del emperador, 40 soldados declararon que ellos no ofrecerían incienso a los ídolos y que se proponían ser fieles a Jesucristo hasta la muerte.
El gobernador les anunció que si no renegaban de la religión de Cristo, sufrirían grandes tormentos y que si quemaban incienso a los ídolos recibirían grandes premios. Pero ellos declararon valientemente que todos los tormentos del mundo no conseguirían apartarles de la verdadera religión.
El gobernador mandó torturarlos y echarlos en un oscuro calabozo. Los fervorosos soldados sufrieron gustosos los tormentos entonando aquellas palabras del salmo 90: "Dice el Señor: al que se declare en mi favor lo defenderé, lo glorificaré y con él estaré en la tribulación." (La cárcerl se iluminó y oyeron que Cristo los animaba a sufrir con valentía).
El suplicio del hielo. El gobernador, lleno de ira, los hizo llevar a un lago helado y echarlos en él por la noche. Y allí muy cerca hizo colocar un estanque con agua tibia, para que el que quisiera renegar de la religión se pasara del agua helada al agua tibia. En esa noche hacía un frío espantoso.
Los mártires se animaban unos a otros diciendo: "Por esta noche de hielo conseguiremos el día sin fin de la gloria en la eternidad feliz". Y mientras sufrían aquel frío tan intenso oraban pidiendo a Dios que ya que eran cuarenta los que habían proclamado su fe en Cristo, fueran también 40 los que lograran ir con Cristo al cielo.
Un cambio curioso. Y sucedió que ante el tormento del hielo uno de ellos se desanimó y se pasó al estanque de agua tibia. Pero ese cambio le produjo en seguida la muerte. Los otros seguían rezando y cantando himnos a Jesucristo y entonces uno de los soldados que los custodiaban gritó: Yo también creo en Cristo", y fue echado al lago helado para martirizarlo.
Uno de los mártires vio que venían 40 ángeles cada uno con una corona pero que un ángel se quedaba sin encontrar a quién darle la corona. Pero apenas el soldado proclamó su fe en Jesús, y fue echado al hielo, el ángel se le acercó para darle la corona del martírio. Y así fueron 40 los que volaron al cielo, después de tres días y tres noches de estar agonizando en el terrible hielo del lago.
Los soldados invitaban al más jovencito de todos para que renegara de su fe y se saliera de entre el hielo, pero la mamá del mártir le gritaba: "Hijo mío, recuerda que si te declaras amigo de Cristo en esta tierra, Cristo se declarará amigo tuyo en el cielo". Y el joven perseveró valientemente en su martirio alabando a Dios.
Las gentes reconocieron después los restos de estos soldados mártires y los conservaron con gran veneración. San Basilio decía: "Las reliquias de estos 40 santos son como murallas que nos defienden de los enemigos del alma".
San Gregorio cuenta que junto a los restos o reliquias de los 40 mártires la gente obtuvo muchos milagros, y que muchísimos cristianos se animaban a permanecer valientemente en la fe al recodar el martirio de los 40 soldados que prefirieron perder la vida del cuerpo antes que perder la fe del alma.
Señor: que también hoy sigamos el ejemplo de proclamar valientemente la fe católica y que prefiramos cualquier clase de suplicios y hasta muerte, con tal de conservarnos fieles a Jesucristo todos los días de nuestras vidas.
domingo, 31 de marzo de 2024
Encíclica Veritatis Splendor. Sobre algunas cuestiones de la enseñanza moral de la Iglesia (San Juan Pablo II)
Con Veritatis Splendor san Juan Pablo II desarrolla amplia y profundamente las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral. Debemos estar unidos firmemente a la Verdad en Cristo, cumplimiento los M andamientos. Como buen maestro nos alerta contra aquellas corrientes de pensamiento erróneas sobre la moral, y nos enseña que el camino a seguir para alcanzar la vida eterna es la vida en rectitud a Cristo nuestro Señor.
Dejo aquí algunos pasajes seleccionados:
La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: "Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?" (Mt 19, 16) evidencia inmeditamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es "Bueno", constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamiento" (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida. (p.94)
"Sucede frecuentemente -afirma el Aquinate- que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)" (p.102)
..."No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios". (p.103)
sábado, 9 de marzo de 2024
La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa (Joseph Ratzinger: Benedicto XVI)
Pasajes seleccionados del libro:
DE DÓNDE NACEN MIS MEDITACIONES SOBRE LA SEMANA SANTA
Me interrogaba sobre mi ser cristiano, sobre cuáles eran el fundamento y el itinerario.
No es excepcional que un hombre aparentemente derrotado, muerto en el abandono y el sufrimiento más extremos, sea presentado como el redentor de todos los hombres? ¿Qué tiene que ver el dolor con la salvación, el sufrimiento con la felicidad? Me resultó inmediatamente claro que la cuestión de la relación entre amor y dolor coincidía con la cuestión esencial de la cruz y con la posterior cuestión, ligada a ésta, de cómo la existencia de otro, su pasión y su victoria, pueden determinar mi vida en lo más profundo y cambiarla. Pero aquí se trata de hablar sobre todo de las meditaciones sobre el Sábado Santo.
El hecho de nacer el Sábado Santo me había donado el privilegio de un bautismo ligado de un modo absolutamente evidente a la Pascua cristiana, de tal manera que la raíz íntima y el significado esencial del bautismo emergían con especial claridad. El mensaje del día en que vine al mundo tenía un vínculo particular con la liturgia de la Iglesia; y mi vida se había orientado desde el principio hacia este singular entretejido de oscuridad y de luz, de dolor y de esperanza, de ocultación y de presencia de Dios.
hasta comienzos de los años cincuenta, cuando Pío XII emprendió la reforma de la Semana Santa, la figura litúrgica del Sábado Santo presentaba un doble aspecto. Las vidrieras de la iglesia se cubrían como signo de luto, pero ya por la mañana se celebraba la liturgia que culminaba en la representación simbólica de la resurrección con la elevación del cirio pascual y con el canto del himno a la luz. Supe muy pronto que en origen esta liturgia se celebraba en el alba del día de pascua, pero que posteriormente el comienzo se había adelantado a la noche del Sábado Santo a causa de los numerosos catecúmenos que durante esta celebración recibían el bautismo, el sacramento de la muerte y resurrección: si la elevación del cirio es un drama simbólico en el que el signo de la nueva luz representa la victoria sobre la muerte, el bautismo de muchas personas, con respecto al símbolo de la luz, se entendía como presencia real del misterio pascual. Quien lo recibía pasaba él mismo a través de la muerte y de la resurrección; desde aquel momento estaba unido con toda su vida al Resucitado, siendo así sustraído anticipadamente a la muerte por el hecho de mantenerse junto al Resucitado, que lo habría conducido a través de la noche de la muerte. En este drama litúrgico, junto al simbolismo de la luz, encontraba un espacio la simbología del agua, con un doble significado: el agua como amenaza a la vida, como potencia destructora, como elemento de muerte; y el agua como fuente de vida, condición para toda vida.
El misterio de Cristo muerto por nosotros, que como muerto yacía en el sepulcro, caracterizaba la piedad popular de este día. La contradicción que tenía lugar entre liturgia y piedad popular no me parecía, sin embargo, del todo exenta de sentido; en ella se me manifestaba algo de ese claroscuro que constituye el ser cristiano y algo de esa íntima tensión que forma parte de la existencia cristiana: hay siempre nuevas anticipaciones de la esperanza —relámpagos en los que parece irrumpir repentinamente la victoria de Dios—, pero también nuevos momentos de oscuridad en los que todo es revocado y en los que somos inevitablemente confrontados con la ausencia de Dios.
La reforma de Pío XII eliminó esa extraña —si bien de algún modo expresiva— anomalía litúrgica. El Sábado Santo es hoy desde el principio hasta el final el día del gran silencio, como se lee en la homilía que la tradición atribuye a Epifanio: «¿Qué es esto? Hoy un gran silencio reina sobre la tierra; gran silencio y soledad; un gran silencio, porque el rey está durmiendo. La tierra estaba atemorizada y como en suspenso, porque el Dios encarnado se había dormido...»
Ahora reina por todas partes la oscuridad llena de misterio de una iglesia cuyas vidrieras cubiertas dejan entrar de mala gana la luz, a la que acompaña la imagen de Jesús muerto en el Santo Sepulcro y la oración silenciosa ante el Santísimo.
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Pintura "El cuerpo de Cristo muerto en la tumba" (Hans Holbien el Joven) |
Muchos, frente a la imagen del Cristo que yace en el sepulcro, se habrán visto sorprendidos por sentimientos nada diferentes de los experimentados por Dostoievski cuando, en 1867, quedó profundamente conmovido en el Museo de Basilea por el cuadro de Hans Holbein que representa a Cristo muerto, «el cual ha soportado tormentos inhumanos, ha sido ya bajado de la cruz y ahora está expuesto a la corrupción». La experiencia de Dostoievski frente a esta imagen —tomada sin duda de la tradición de los sepulcros del Sábado Santo— ha sido situada en el contexto del siglo XIX por Henri de Lubac, que la puso en relación, de manera muy eficaz, con la filosofía nietzscheana de la muerte de Dios.
Es un aspecto del Sábado Santo que, naturalmente, para el fiel no podía quedar aislado: él, por encima de la imagen, veía la sagrada Realidad de Cristo resucitado y presente, más allá de la muerte, en la hostia; y, aun sabiendo que esta muerte nos espera siempre, era también consciente de que a través de ella ya se transparenta el misterio de la vida, la victoria sobre la corrupción y la eterna gloria del Cuerpo de Cristo.
En el Símbolo apostólico, al Sábado Santo le corresponde la frase (Christus) «descendit ad inferos» que, en la traducción alemana, entonces sonaba así: «descendió al infierno» («Hölle»). La nueva traducción de los años setenta ha mitigado esta afirmación tan rica de misterio con la fórmula «descendido al reino de la muerte»
Cristo mismo habría estado en los infiernos, en el sentido más profundo del término, y sólo en este último estadio de su descenso la redención habría llegado hasta el abismo más profundo, hasta el propio infierno.
Así, en realidad, el término indicaría simplemente que Jesús ha muerto.
no se había pensado sobre ella hasta el fondo. En efecto, ¿qué significa que alguien «ha muerto»? ¿Qué es la muerte? Para quien mira desde fuera, ¿qué es una persona que está muerta? ¿En qué consiste el «reino de la muerte», si se puede excluir la idea banal de que sea simplemente la nada? Así, detrás de la aparente solución, vuelven a aflorar de nuevo todas las preguntas que los teólogos han discutido durante siglos.
síntesis de las aporías: sí, Jesús ha muerto, ha «descendido» a la profundidad misteriosa a la que la muerte nos conduce. Ha marchado hacia la soledad más extrema, donde nadie nos puede acompañar. En efecto, «estar muerto» comporta ante todo la pérdida de la comunicación, una soledad en la que el amor ya no puede avanzar. En ese sentido, Cristo fue «al infierno», cuya esencia es justamente la privación del amor, la separación de Dios y de los hombres. Pero allí donde llega Él, el «infierno» deja de ser infierno, puesto que él mismo es la vida y el amor, puesto que él es el puente que une al hombre y a Dios y, por eso mismo, también a los hombres entre ellos. Así, el descenso es al mismo tiempo también transformación: ya no existe la última soledad —o como mucho puede existir para aquel que la quiere expresamente, que desde lo más íntimo y desde aquello que lo constituye rechaza el amor porque quiere ser solamente él mismo, desde él mismo y por él mismo—. No pretendo desarrollar más adelante, en estas páginas, tales reflexiones. Sólo quiero indicar las cuestiones que me apremiaban mientras escribía mis meditaciones sobre la Semana Santa.
gran crisis de la conciencia cristiana que, con los acontecimientos de 1968, se hicieron también visibles y tangibles al exterior.
las ventanas tapadas con trapos negros se convirtieron en el símbolo de la situación de nuestro mundo: hay ventanas, es cierto, pero están cubiertas, no penetra por ellas la luz de fuera y de lo alto, Dios se esconde.
Precisamente porque me sabía partícipe de las miserias de nuestra generación, me sentía llamado a dar voz a la esperanza, la cual, en verdad, en la hora del silencio y de la oscuridad está particularmente cercana.
VIERNES SANTO
I
«Mirarán al que traspasaron». Con estas palabras concluye el evangelista Juan su relato de la pasión de Jesús;
con estas palabras introduce la visión de Cristo en el último libro del Nuevo Testamento, que nosotros llamamos Apocalipsis.
«Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Mirarán al que traspasaron».
Oh Señor, concédenos en esta hora poder mirarte, en la hora de tu oscuridad y de tu rebajamiento a la obra de un mundo que quiere olvidar la Cruz como se hace con un incidente desagradable, que se oculta a tu mirada, considerándola una inútil pérdida de tiempo y no se da cuenta de que es precisamente aquí donde nos sale al encuentro tu hora decisiva, en la cual nadie podrá sustraerse a tu mirada.
Sobre el hecho de la lanzada al crucificado, Juan habla con una solemnidad extrañamente pormenorizada, que al mismo tiempo deja reconocer el peso que el evangelista atribuye a este acontecimiento. En la narración, que concluye con una fórmula de testimonio casi de conjuro, se insertan dos textos del Antiguo Testamento, mediante los cuales llega a resultar al mismo tiempo evidente el significado de este acontecimiento.
«No le quebrarán ningún hueso», dice Juan apelando a un texto del ritual pascual judío que contiene una prescripción sobre el cordero pascual. Nos hace comprender así que Jesús, cuyo costado era traspasado en el mismo momento en que en el templo se producía el degüello del cordero pascual, es el verdadero cordero sin defecto en el cual se cumple definitivamente el significado de todo culto y de todo ritual, más aún, en el único en el que se pone de manifiesto qué significa el culto en verdad.
Todo culto precristiano se basa, en última instancia, en la idea de la sustitución: el hombre es consciente de que fundamentalmente debe darse a sí mismo si quiere honrar a Dios de manera adecuada, pero experimenta al mismo tiempo la imposibilidad de darse, y aparece, por tanto, la sustitución: hecatombes de holocaustos arden sobre los altares de los antiguos, se desarrolla un potente sistema ritual, pero pesa sobre todo ello el drama de una inutilidad impresionante, ya que no existe nada con lo que el hombre pueda sustituirse a sí mismo: cualquier cosa que pueda ofrecer resulta siempre demasiado poco.
Mientras en el templo se desangraban los corderos pascuales, fuera de la ciudad muere un hombre, el Hijo de Dios, muerto por aquellos mismos que creen honrar a Dios en el templo. Dios muere como hombre, se da todo él a los hombres que no están en disposición de darse a él y pone, por tanto, en el lugar de la inútil sustitución cultual la realidad de su amor omnisuficiente.
La carta a los hebreos desarrolló con posterioridad la pequeña alusión del evangelio de Juan al interpretar la liturgia judía del día de la reconciliación como el preludio figurado de la liturgia real de la vida y de la muerte de Cristo Jesús. Lo que a los ojos del mundo aparecía como un hecho absolutamente profano, como la ejecución de un hombre condenado a muerte por agitador político, era en realidad la única liturgia verdadera de la historia del mundo, liturgia cósmica a través de la cual Jesús, no ya en la esfera delimitada y cultual del templo, sino fuera, ante todo el mundo, penetró a través de las paredes de la muerte en el templo verdadero: a la presencia del Padre. Y él no llevó sangre de animales como sustituto, sino a sí mismo, conforme al amor auténtico que no puede donarse más que a sí mismo. La realidad del amor que se da a sí mismo ha eliminado el juego de la sustitución, que queda ya para siempre fuera de lugar. El velo del templo se ha rasgado, ya no hay culto excepto en la participación del amor de Jesucristo que constituye el día perpetuo de la reconciliación cósmica. Y, no obstante, la idea de la sustitución ha recibido en Cristo un sentido nuevo e inaudito. Dios mismo se ha puesto en Jesucristo en nuestro lugar y todos nosotros vivimos sólo a partir del misterio de esta sustitución.
El segundo texto del Antiguo Testamento incluido en la narración de la lanzada hace todavía más evidente cuanto hemos dicho, aun cuando permanezcan oscuros los detalles. Juan dice que un soldado abrió el costado de Jesús con la lanza. Emplea la misma palabra que se utiliza en el Antiguo Testamento para describir la creación de Eva del costado de Adán dormido. Cualquiera que sea el significado de esta alusión vista más de cerca, es suficientemente claro que en la relación recíproca entre Cristo y la humanidad creyente se repite el misterio de la creación, en el cual se da la procedencia de la mujer a partir del hombre y la donación recíproca de ambos. La Iglesia nace del costado abierto de Cristo moribundo o, si queremos expresarlo con términos distintos y menos metafóricos, ha sido la propia muerte del Señor, la radicalidad del amor que llega a la autodonación, la que ha causado esta fecundidad. Precisamente porque él no se encerró en el egoísmo de quien vive sólo para sí mismo y pone su propia autoconservación por encima de todo, sino que se dejó abrir para salir de sí mismo y existir para los demás, él alcanza ya todos los tiempos, más allá de sí mismo.
El costado abierto es el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un nuevo Adán; es la contraseña de Cristo como el hombre que existe-para-los-demás.
La fe dice de Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; en el texto griego original se dice de manera más exacta y apropiada que él es una sola «hipóstasis», un único ser autónomo.
Jesús es el hombre verdadero, a partir del cual se mide a todo hombre, hacia el que debe ir todo ser humano para llegar a su propia autenticidad.
es hombre perfecto precisamente en cuanto que en esto no es «hipóstasis», ser-que-subsiste-ensí-mismo.
Jesús no es, por así decir, otra cosa que el movimiento desde sí mismo hacia el Padre y hacia los hombres. Y justamente por esto, porque en él se ha roto radicalmente el anillo de la rotación en torno a sí mismo, él es al mismo tiempo hijo de Dios e hijo del hombre. Justamente porque él existe para los demás totalmente, él es totalmente él mismo —imagen final de la verdadera humanidad—. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, llegar a la humanidad verdadera, al ser para los demás y al ser-a-partir-de-Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero ser humano del hombre: mirarán al que traspasaron.
II
Dirijamos una vez más nuestros ojos hacia el costado abierto de Cristo crucificado, ya que esta mirada constituye el sentido íntimo de la Semana Santa, que quiere desviar nuestros ojos de todas las atracciones del mundo, del espejismo de sus promesas de escaparate, hacia el verdadero punto de dirección, el único que puede garantizarnos el camino en medio del laberinto de callejuelas que giran siempre en torno al mismo lugar.
Juan expresó de un modo diferente el pensamiento de que la Iglesia debe su origen más profundo al costado traspasado de Cristo. Él alude al hecho de que de la herida del costado manó sangre y agua. Sangre y agua indican para él los dos sacramentos fundamentales, bautismo y eucaristía, que a su vez constituyen el contenido auténtico del ser-iglesia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son los dos modos a través de los cuales los hombres pueden ser incorporados al espacio vital de Jesucristo.
El bautismo, en efecto, significa que un hombre se hace cristiano y se pone bajo el nombre de Jesucristo.
El bautismo, que, como actuación sacramental del llegar a ser cristianos, nos une al nombre de Cristo, significa exactamente un acontecimiento similar al matrimonio: compenetración de nuestra existencia con la suya, inclusión de nuestra vida en la suya, que se convierte así en criterio y espacio de mi ser humano.
La eucaristía es a su vez comunión de la mesa con el Señor, que nos quiere transformar en él para conducirnos el uno hacia el otro, ya que todos comemos el mismo pan. En efecto, no somos nosotros los que asumimos el cuerpo del Señor, sino que es él quien nos saca, por así decir, fuera de nosotros mismos y nos incorpora a él para hacernos Iglesia.
Juan hace remontar los dos sacramentos a la cruz; los ve manar del costado abierto del Señor y considera cumplida la palabra del discurso de despedida: yo me voy y vuelvo a vosotros; precisamente mientras me voy vengo a vosotros; más aún, mi partida —la muerte sobre la Cruz— es ella misma mi retorno. Mientras vivimos, nuestro cuerpo no es sólo el puente que nos une recíprocamente, sino también la barrera que nos separa, nos recluye en la inaccesibilidad de nuestro yo, dentro de nuestra forma espacio-temporal. El costado abierto se convierte de nuevo en el símbolo de la nueva apertura que el Señor viene a construir mediante su muerte: la barrera del cuerpo ya no lo ata, sangre y agua corren a través de la historia. Por su resurrección él es el espacio abierto que nos llama a todos. Su retorno no es sólo un acontecimiento lejano, al final de los tiempos, sino que ha comenzado ya en la hora de su muerte, a partir de la cual él viene en medio de nosotros de un modo siempre nuevo.
En la muerte del Señor se ha cumplido el destino de la semilla de trigo: si ésta no cae por tierra permanece sola; pero cae y muere en la tierra, y así produce fruto al ciento por uno. Vivimos continuamente de este fruto de la semilla de trigo muerta: en el pan de trigo de la eucaristía recibimos la inagotable multiplicación de pan del amor de Jesucristo, suficiente para saciar el hambre de todos los tiempos.
quiere asumirnos tambiéna nosotros al servicio de esta multiplicación de panes. Los dos panes de cebada de nuestra vida podrán parecer inútiles, pero el Señor necesita de ellos y los exige.
Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, fruto de la semilla de trigo que muere. Recibirlos significa para nosotros darnos a ese movimiento del que provienen. Es decir, se nos exige que penetremos en ese perderse, sin el cual no nos podemos reencontrar: «Quien quiera conservar su vida la debe perder; pero quien la pierda por mi nombre y por el evangelio, la conservará»; esta palabra del Señor es la fórmula fundamental de la vida cristiana. Creer, en última instancia, no es otra cosa que decir sí a esta santa aventura de perderse, y precisamente aquí, a partir de su núcleo profundo, no es otra cosa que amor auténtico.
La vida cristiana recibe su forma determinante de la Cruz de Jesucristo y la apertura del cristiano al mundo, de la que se oye tanto hablar hoy, no puede hallar su verdadero modelo en otro que no sea el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor radical, el único que puede redimir.
Lo que en primer lugar es signo de su muerte, expresión de su fracaso en el abismo de la muerte, es al mismo tiempo un nuevo comienzo: el crucificado resurgirá y no morirá más... De la profundidad de la muerte se alza la promesa de la vida eterna.
Sobre la Cruz de Jesucristo brilla para siempre el esplendor victorioso de la mañana de Pascua. Vivir con él a partir de la Cruz significa vivir siempre también bajo la promesa de la alegría pascual.
SÁBADO SANTO
I
Sábado Santo: día de la sepultura de Dios; ¿no es éste, de una manera impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande, y por este motivo se disponen, llenos de vergüenza y de angustia, a volver a casa y se encaminan a escondidas y destruidos en su desesperación hacia Emaús, no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto estaba en medio de ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado: ¿nos hemos dado cuenta de que esta frase está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana y que nosotros hemos repetido a menudo en nuestros viae crucis algo parecido sin darnos cuenta de la gravedad tremenda de cuanto decíamos? Nosotros lo hemos matado, recluyéndolo en la concha rancia de nuestros pensamientos habituales, exiliándolo a una forma de piedad sin contenido de realidad y perdida en el giro de las frases devocionales o de las preciosidades arqueológicas; nosotros lo hemos matado a través de la ambigüedad de nuestra vida, que ha extendido un velo de oscuridad también sobre él: en efecto, ¿qué habría podido hacer más problemático en este mundo a Dios, que la problematicidad de la fe y del amor de sus creyentes?
La oscuridad divina de este día, de este siglo que se convierte cada vez en mayor medida en un Sábado Santo, habla a nuestra conciencia. También nosotros tenemos que ver con ella. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. La muerte de Dios en Jesucristo es al mismo tiempo expresión de su solidaridad radical con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más claro de una esperanza que no tiene límites. Y una cosa más: sólo a través del fracaso del Viernes Santo, sólo a través del silencio de muerte del Sábado Santo los discípulos pudieron ser llevados a la comprensión de lo que era verdaderamente Jesús y de lo que su mensaje significaba en realidad. Dios debía morir por ellos para poder vivir realmente en ellos. La imagen que se habían formado de Dios, en la que habían tratado de encerrarlo, debía ser destruida para que ellos, a través de los escombros de la casa derribada, pudieran ver el cielo, a él mismo, que permanece siempre el infinitamente más grande.
Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más grande si no estuviese él.
Hay una escena en el Evangelio que anticipa de un modo extraordinario el silencio del Sábado Santo y aparece una vez más, por tanto, como el retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en una barca que, zarandeada por la tempestad, parece naufragar.
El profeta Elías se había reído en una ocasión de los sacerdotes de Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego... ¿Pero no duerme Dios realmente? El escarnio del profeta, ¿no toca finalmente también a los creyentes del Dios de Israel que viajan con él en una barca que parece naufragar?
Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar, ¿no es ésta la experiencia de nuestra vida? La Iglesia, la fe, ¿no se asemejan a una pequeña barca que parece naufragar, que lucha inútilmente contra las olas y el viento, mientras Dios está ausente? Los discípulos gritan en la desesperación extrema y sacuden al Señor para despertarlo, pero él se muestra sorprendido y les reprocha su poca fe. ¿Pero acaso es distinto para nosotros? (...) Despierta, no dejes que dure eternamente la oscuridad del Sábado Santo, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días, acompáñanos cuando nos dirigimos desesperados hacia Emaús para que nuestro corazón se pueda encender con tu cercanía. (...) no nos dejes en la oscuridad, no permitas que tu palabra se pierda en el gran derroche de palabras de estos tiempos. Señor, danos tu ayuda, porque sin ti naufragaremos.
II
La ocultación de Dios a este mundo constituye el verdadero misterio del Sábado Santo, misterio al que se alude ya en las enigmáticas palabras según las cuales Jesús «descendió a los infiernos». Al mismo tiempo, la experiencia de nuestra época nos ha ofrecido una aproximación completamente nueva al Sábado Santo, ya que la ocultación de Dios al mundo que le pertenece y que debería anunciar con mil lenguas su nombre, la experiencia de la impotencia de Dios que es no obstante el Omnipotente, es la experiencia y la miseria de nuestro tiempo.
cuando se dice de manera misteriosa que Jesús «descendió a los infiernos». Digámoslo con toda claridad: nadie está en disposición de explicarlo verdaderamente. Ni queda más claro diciendo que aquí infierno es una mala traducción de la palabra hebrea shêol, que indica sencillamente todo el reino de los muertos, y, por tanto, la fórmula querría decir en origen sólo que Jesús descendió a la profundidad de la muerte, está realmente muerto y ha participado en el abismo de nuestro destino de muerte. Y surge entonces la pregunta: ¿qué es realmente la muerte y qué sucede efectivamente cuando se desciende a las profundidades de la muerte?
Ahora, sin embargo, la muerte es también vida.
Si un niño se tuviese que aventurar solo en la noche oscura a través de un bosque, tendría miedo aunque se le demostrara cien veces que no había ningún peligro. Él no tiene miedo de algo determinado, a lo que se le pueda dar un nombre, sino que en la oscuridad experimenta la inseguridad, la condición de huérfano, el carácter siniestro de la existencia en sí. Sólo una voz humana podría consolarlo; sólo la mano de una persona querida podría ahuyentar como un feo sueño la angustia. Se da una angustia —verdadera, que anida en las profundidades de nuestras soledades— que no puede ser superada mediante la razón, sino sólo con la presencia de una persona que nos ama.
Sin embargo, allá donde se da una soledad tal que no puede llenarse ya por la palabra transformadora del amor, entonces nosotros hablamos de infierno. Y nosotros sabemos que no pocos hombres de nuestro tiempo, aparentemente tan optimista, son de la opinión de que todo encuentro se queda en la superficie, que ningún hombre tiene acceso a la última y verdadera profundidad del otro y que, por tanto, en el fondo último de toda existencia subyace la desesperación, más aún, el infierno.
Jean-Paul Sartre expresó esto en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina del hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra ninguna palabra que conforte, una puerta que nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de este mundo es, en último término, la angustia provocada por esta soledad.
El término empleado en el Antiguo Testamento para el reino de los muertos era el mismo con que se indicaba el infierno: shêol. La muerte, en efecto, es soledad absoluta. Pero la soledad que ya no puede ser iluminada por el amor, que es tan profunda que el amor ya no puede acceder a ella, es el infierno. «Descendió a los infiernos»: esta confesión del Sábado Santo significa que Cristo ha atravesado la puerta de la soledad, que ha descendido al fondo inalcanzable e insuperable de nuestra condición de ser abandonado. Sin embargo, esto significa que también en la noche extrema en la que no penetra ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños despreciados, llorosos, se da una voz que nos llama, una mano que nos toma y nos conduce. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde el momento en que Él se ha encontrado en ella. El infierno ha sido vencido desde el momento en que el amor ha entrado también en la región de la muerte y la tierra de nadie de la soledad ha sido habitada por él. En lo profundo de sí el hombre no vive de pan, en la autenticidad de su ser vive por el hecho de que es amado y de que se le permite amar. A partir del momento en que en el espacio de la muerte se da la presencia del amor, se da la vida en medio de la muerte: «la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma», reza la Iglesia en la liturgia de difuntos.
acercarnos a la hora de nuestra soledad última, se nos concederá comprender algo de la gran claridad de este oscuro misterio. En la certeza cargada de esperanza de que en aquella hora de extremo abandono no estaremos solos podemos presagiar ya ahora algo de lo que sucederá. Y en medio de nuestra protesta contra la oscuridad de la muerte de Dios comenzamos a estar agradecidos por la luz que viene a nosotros desde esta oscuridad.
III
En el breviario romano, la liturgia del triduo pascual está estructurada con un cuidado particular; la Iglesia, con su oración, quiere transportarnos, por así decir, a la realidad de la pasión del Señor y, más allá de las palabras, al centro espiritual de lo que sucedió. Si se quisiera intentar destacar en pocos trazos la liturgia orante del Sábado Santo, sería necesario hablar sobre todo del efecto de paz profunda que emana de ella.
Ya se ha hecho verdadera la audaz palabra del salmista: aunque me quisiera esconder en el infierno, también allí estás tú. Y cuanto más se recorre esta liturgia, más se perciben brillar en ella, como una aurora de la mañana, las primeras luces de la Pascua.
Si el Viernes Santo nos pone ante los ojos la figura desfigurada del traspasado, la liturgia del Sábado Santo se refiere más bien a la imagen de la Cruz más apreciada por la Iglesia antigua: a la Cruz rodeada por rayos luminosos, signo a un tiempo de la muerte y de la resurrección.
El Sábado Santo nos remite así a un aspecto de la piedad cristiana que tal vez se ha extraviado en el transcurso de los tiempos. Cuando nosotros miramos a la Cruz en la oración, a menudo vemos en ella solamente un signo de la pasión histórica del Señor en el Gólgota. Sin embargo, el origen de la devoción a la Cruz es distinto: los cristianos rezaban en dirección a Oriente para expresar su esperanza de que Cristo, el sol verdadero, amanecería sobre la historia, para expresar, por tanto, su fe en el retorno del Señor. La Cruz está en un primer momento ligada estrechamente a esta orientación de la oración, se representa, por así decir, como si fuera la enseña que el rey enarbolará a su llegada; en la imagen de la Cruz la avanzadilla del cortejo ya está en medio de aquellos que rezan. Para el cristianismo antiguo, la Cruz es signo sobre todo de la esperanza. No implica tanto una referencia al Señor que ha pasado, cuanto al Señor que está por venir.
Era necesario defender la santa insensatez del amor de Dios que no eligió pronunciar una palabra de poder, sino recorrer la vía de la impotencia para humillar nuestro sueño de poder y vencerlo desde dentro.
Pero ¿no habremos olvidado así un poco demasiado la conexión entre Cruz y esperanza, la unidad entre el Oriente y la dirección de la Cruz, entre pasado y futuro existente en el cristianismo? El espíritu de la esperanza que respira sobre las oraciones del Sábado Santo debería penetrar de nuevo todo nuestro ser cristianos. El cristianismo no es sólo una religión del pasado, sino, en una medida no menor, del futuro; su fe es al mismo tiempo esperanza, ya que Cristo no es sólo el muerto y resucitado, sino también aquel que está por venir.
Oh Señor, ilumina nuestras almas con este misterio de la esperanza para que reconozcamos la luz que irradia tu Cruz; concédenos que como cristianos avancemos tendiendo hacia el futuro, hacia el encuentro con el día de tu venida.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, en la oscuridad de la muerte Tú has dado luz, en el abismo de la soledad más profunda habita ya para siempre la protección poderosa de Tu amor; en medio de Tu ocultación podemos ya cantar el aleluya de los salvados. Concédenos la sencillez humilde de la fe, que no se deje desviar cuando Tú nos llames en las horas de oscuridad, de abandono, cuando todo parezca ser problemático: concédenos, en este tiempo en el que se combate en una lucha feroz en torno a Ti, luz suficiente para no perderte; luz suficiente para que podamos darla a cuantos tienen aún necesidad de ella. Haz brillar el misterio de Tu alegría pascual, como aurora de la mañana, en nuestros días; concédenos poder ser verdaderamente hombres pascuales en medio del Sábado Santo de la historia. Concédenos que a través de los días luminosos y oscuros de este tiempo podamos encontrarnos siempre con ánimo alegre en camino hacia Tu gloria futura.
Amén.
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Traducción: Gabriel Lanzas
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