Pasajes seleccionados del libro:
DE DÓNDE NACEN MIS MEDITACIONES SOBRE LA SEMANA SANTA
Me interrogaba sobre mi ser cristiano, sobre cuáles eran el fundamento y el itinerario.
No es excepcional que un hombre aparentemente derrotado, muerto en el abandono y el sufrimiento más extremos, sea presentado como el redentor de todos los hombres? ¿Qué tiene que ver el dolor con la salvación, el sufrimiento con la felicidad? Me resultó inmediatamente claro que la cuestión de la relación entre amor y dolor coincidía con la cuestión esencial de la cruz y con la posterior cuestión, ligada a ésta, de cómo la existencia de otro, su pasión y su victoria, pueden determinar mi vida en lo más profundo y cambiarla. Pero aquí se trata de hablar sobre todo de las meditaciones sobre el Sábado Santo.
El hecho de nacer el Sábado Santo me había donado el privilegio de un bautismo ligado de un modo absolutamente evidente a la Pascua cristiana, de tal manera que la raíz íntima y el significado esencial del bautismo emergían con especial claridad. El mensaje del día en que vine al mundo tenía un vínculo particular con la liturgia de la Iglesia; y mi vida se había orientado desde el principio hacia este singular entretejido de oscuridad y de luz, de dolor y de esperanza, de ocultación y de presencia de Dios.
hasta comienzos de los años cincuenta, cuando Pío XII emprendió la reforma de la Semana Santa, la figura litúrgica del Sábado Santo presentaba un doble aspecto. Las vidrieras de la iglesia se cubrían como signo de luto, pero ya por la mañana se celebraba la liturgia que culminaba en la representación simbólica de la resurrección con la elevación del cirio pascual y con el canto del himno a la luz. Supe muy pronto que en origen esta liturgia se celebraba en el alba del día de pascua, pero que posteriormente el comienzo se había adelantado a la noche del Sábado Santo a causa de los numerosos catecúmenos que durante esta celebración recibían el bautismo, el sacramento de la muerte y resurrección: si la elevación del cirio es un drama simbólico en el que el signo de la nueva luz representa la victoria sobre la muerte, el bautismo de muchas personas, con respecto al símbolo de la luz, se entendía como presencia real del misterio pascual. Quien lo recibía pasaba él mismo a través de la muerte y de la resurrección; desde aquel momento estaba unido con toda su vida al Resucitado, siendo así sustraído anticipadamente a la muerte por el hecho de mantenerse junto al Resucitado, que lo habría conducido a través de la noche de la muerte. En este drama litúrgico, junto al simbolismo de la luz, encontraba un espacio la simbología del agua, con un doble significado: el agua como amenaza a la vida, como potencia destructora, como elemento de muerte; y el agua como fuente de vida, condición para toda vida.
El misterio de Cristo muerto por nosotros, que como muerto yacía en el sepulcro, caracterizaba la piedad popular de este día. La contradicción que tenía lugar entre liturgia y piedad popular no me parecía, sin embargo, del todo exenta de sentido; en ella se me manifestaba algo de ese claroscuro que constituye el ser cristiano y algo de esa íntima tensión que forma parte de la existencia cristiana: hay siempre nuevas anticipaciones de la esperanza —relámpagos en los que parece irrumpir repentinamente la victoria de Dios—, pero también nuevos momentos de oscuridad en los que todo es revocado y en los que somos inevitablemente confrontados con la ausencia de Dios.
La reforma de Pío XII eliminó esa extraña —si bien de algún modo expresiva— anomalía litúrgica. El Sábado Santo es hoy desde el principio hasta el final el día del gran silencio, como se lee en la homilía que la tradición atribuye a Epifanio: «¿Qué es esto? Hoy un gran silencio reina sobre la tierra; gran silencio y soledad; un gran silencio, porque el rey está durmiendo. La tierra estaba atemorizada y como en suspenso, porque el Dios encarnado se había dormido...»
Ahora reina por todas partes la oscuridad llena de misterio de una iglesia cuyas vidrieras cubiertas dejan entrar de mala gana la luz, a la que acompaña la imagen de Jesús muerto en el Santo Sepulcro y la oración silenciosa ante el Santísimo.
Pintura "El cuerpo de Cristo muerto en la tumba" (Hans Holbien el Joven) |
Muchos, frente a la imagen del Cristo que yace en el sepulcro, se habrán visto sorprendidos por sentimientos nada diferentes de los experimentados por Dostoievski cuando, en 1867, quedó profundamente conmovido en el Museo de Basilea por el cuadro de Hans Holbein que representa a Cristo muerto, «el cual ha soportado tormentos inhumanos, ha sido ya bajado de la cruz y ahora está expuesto a la corrupción». La experiencia de Dostoievski frente a esta imagen —tomada sin duda de la tradición de los sepulcros del Sábado Santo— ha sido situada en el contexto del siglo XIX por Henri de Lubac, que la puso en relación, de manera muy eficaz, con la filosofía nietzscheana de la muerte de Dios.
Es un aspecto del Sábado Santo que, naturalmente, para el fiel no podía quedar aislado: él, por encima de la imagen, veía la sagrada Realidad de Cristo resucitado y presente, más allá de la muerte, en la hostia; y, aun sabiendo que esta muerte nos espera siempre, era también consciente de que a través de ella ya se transparenta el misterio de la vida, la victoria sobre la corrupción y la eterna gloria del Cuerpo de Cristo.
En el Símbolo apostólico, al Sábado Santo le corresponde la frase (Christus) «descendit ad inferos» que, en la traducción alemana, entonces sonaba así: «descendió al infierno» («Hölle»). La nueva traducción de los años setenta ha mitigado esta afirmación tan rica de misterio con la fórmula «descendido al reino de la muerte»
Cristo mismo habría estado en los infiernos, en el sentido más profundo del término, y sólo en este último estadio de su descenso la redención habría llegado hasta el abismo más profundo, hasta el propio infierno.
Así, en realidad, el término indicaría simplemente que Jesús ha muerto.
no se había pensado sobre ella hasta el fondo. En efecto, ¿qué significa que alguien «ha muerto»? ¿Qué es la muerte? Para quien mira desde fuera, ¿qué es una persona que está muerta? ¿En qué consiste el «reino de la muerte», si se puede excluir la idea banal de que sea simplemente la nada? Así, detrás de la aparente solución, vuelven a aflorar de nuevo todas las preguntas que los teólogos han discutido durante siglos.
síntesis de las aporías: sí, Jesús ha muerto, ha «descendido» a la profundidad misteriosa a la que la muerte nos conduce. Ha marchado hacia la soledad más extrema, donde nadie nos puede acompañar. En efecto, «estar muerto» comporta ante todo la pérdida de la comunicación, una soledad en la que el amor ya no puede avanzar. En ese sentido, Cristo fue «al infierno», cuya esencia es justamente la privación del amor, la separación de Dios y de los hombres. Pero allí donde llega Él, el «infierno» deja de ser infierno, puesto que él mismo es la vida y el amor, puesto que él es el puente que une al hombre y a Dios y, por eso mismo, también a los hombres entre ellos. Así, el descenso es al mismo tiempo también transformación: ya no existe la última soledad —o como mucho puede existir para aquel que la quiere expresamente, que desde lo más íntimo y desde aquello que lo constituye rechaza el amor porque quiere ser solamente él mismo, desde él mismo y por él mismo—. No pretendo desarrollar más adelante, en estas páginas, tales reflexiones. Sólo quiero indicar las cuestiones que me apremiaban mientras escribía mis meditaciones sobre la Semana Santa.
gran crisis de la conciencia cristiana que, con los acontecimientos de 1968, se hicieron también visibles y tangibles al exterior.
las ventanas tapadas con trapos negros se convirtieron en el símbolo de la situación de nuestro mundo: hay ventanas, es cierto, pero están cubiertas, no penetra por ellas la luz de fuera y de lo alto, Dios se esconde.
Precisamente porque me sabía partícipe de las miserias de nuestra generación, me sentía llamado a dar voz a la esperanza, la cual, en verdad, en la hora del silencio y de la oscuridad está particularmente cercana.
VIERNES SANTO
I
«Mirarán al que traspasaron». Con estas palabras concluye el evangelista Juan su relato de la pasión de Jesús;
con estas palabras introduce la visión de Cristo en el último libro del Nuevo Testamento, que nosotros llamamos Apocalipsis.
«Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». «Mirarán al que traspasaron».
Oh Señor, concédenos en esta hora poder mirarte, en la hora de tu oscuridad y de tu rebajamiento a la obra de un mundo que quiere olvidar la Cruz como se hace con un incidente desagradable, que se oculta a tu mirada, considerándola una inútil pérdida de tiempo y no se da cuenta de que es precisamente aquí donde nos sale al encuentro tu hora decisiva, en la cual nadie podrá sustraerse a tu mirada.
Sobre el hecho de la lanzada al crucificado, Juan habla con una solemnidad extrañamente pormenorizada, que al mismo tiempo deja reconocer el peso que el evangelista atribuye a este acontecimiento. En la narración, que concluye con una fórmula de testimonio casi de conjuro, se insertan dos textos del Antiguo Testamento, mediante los cuales llega a resultar al mismo tiempo evidente el significado de este acontecimiento.
«No le quebrarán ningún hueso», dice Juan apelando a un texto del ritual pascual judío que contiene una prescripción sobre el cordero pascual. Nos hace comprender así que Jesús, cuyo costado era traspasado en el mismo momento en que en el templo se producía el degüello del cordero pascual, es el verdadero cordero sin defecto en el cual se cumple definitivamente el significado de todo culto y de todo ritual, más aún, en el único en el que se pone de manifiesto qué significa el culto en verdad.
Todo culto precristiano se basa, en última instancia, en la idea de la sustitución: el hombre es consciente de que fundamentalmente debe darse a sí mismo si quiere honrar a Dios de manera adecuada, pero experimenta al mismo tiempo la imposibilidad de darse, y aparece, por tanto, la sustitución: hecatombes de holocaustos arden sobre los altares de los antiguos, se desarrolla un potente sistema ritual, pero pesa sobre todo ello el drama de una inutilidad impresionante, ya que no existe nada con lo que el hombre pueda sustituirse a sí mismo: cualquier cosa que pueda ofrecer resulta siempre demasiado poco.
Mientras en el templo se desangraban los corderos pascuales, fuera de la ciudad muere un hombre, el Hijo de Dios, muerto por aquellos mismos que creen honrar a Dios en el templo. Dios muere como hombre, se da todo él a los hombres que no están en disposición de darse a él y pone, por tanto, en el lugar de la inútil sustitución cultual la realidad de su amor omnisuficiente.
La carta a los hebreos desarrolló con posterioridad la pequeña alusión del evangelio de Juan al interpretar la liturgia judía del día de la reconciliación como el preludio figurado de la liturgia real de la vida y de la muerte de Cristo Jesús. Lo que a los ojos del mundo aparecía como un hecho absolutamente profano, como la ejecución de un hombre condenado a muerte por agitador político, era en realidad la única liturgia verdadera de la historia del mundo, liturgia cósmica a través de la cual Jesús, no ya en la esfera delimitada y cultual del templo, sino fuera, ante todo el mundo, penetró a través de las paredes de la muerte en el templo verdadero: a la presencia del Padre. Y él no llevó sangre de animales como sustituto, sino a sí mismo, conforme al amor auténtico que no puede donarse más que a sí mismo. La realidad del amor que se da a sí mismo ha eliminado el juego de la sustitución, que queda ya para siempre fuera de lugar. El velo del templo se ha rasgado, ya no hay culto excepto en la participación del amor de Jesucristo que constituye el día perpetuo de la reconciliación cósmica. Y, no obstante, la idea de la sustitución ha recibido en Cristo un sentido nuevo e inaudito. Dios mismo se ha puesto en Jesucristo en nuestro lugar y todos nosotros vivimos sólo a partir del misterio de esta sustitución.
El segundo texto del Antiguo Testamento incluido en la narración de la lanzada hace todavía más evidente cuanto hemos dicho, aun cuando permanezcan oscuros los detalles. Juan dice que un soldado abrió el costado de Jesús con la lanza. Emplea la misma palabra que se utiliza en el Antiguo Testamento para describir la creación de Eva del costado de Adán dormido. Cualquiera que sea el significado de esta alusión vista más de cerca, es suficientemente claro que en la relación recíproca entre Cristo y la humanidad creyente se repite el misterio de la creación, en el cual se da la procedencia de la mujer a partir del hombre y la donación recíproca de ambos. La Iglesia nace del costado abierto de Cristo moribundo o, si queremos expresarlo con términos distintos y menos metafóricos, ha sido la propia muerte del Señor, la radicalidad del amor que llega a la autodonación, la que ha causado esta fecundidad. Precisamente porque él no se encerró en el egoísmo de quien vive sólo para sí mismo y pone su propia autoconservación por encima de todo, sino que se dejó abrir para salir de sí mismo y existir para los demás, él alcanza ya todos los tiempos, más allá de sí mismo.
El costado abierto es el símbolo de una nueva imagen del hombre, de un nuevo Adán; es la contraseña de Cristo como el hombre que existe-para-los-demás.
La fe dice de Jesucristo que él es una sola persona en dos naturalezas; en el texto griego original se dice de manera más exacta y apropiada que él es una sola «hipóstasis», un único ser autónomo.
Jesús es el hombre verdadero, a partir del cual se mide a todo hombre, hacia el que debe ir todo ser humano para llegar a su propia autenticidad.
es hombre perfecto precisamente en cuanto que en esto no es «hipóstasis», ser-que-subsiste-ensí-mismo.
Jesús no es, por así decir, otra cosa que el movimiento desde sí mismo hacia el Padre y hacia los hombres. Y justamente por esto, porque en él se ha roto radicalmente el anillo de la rotación en torno a sí mismo, él es al mismo tiempo hijo de Dios e hijo del hombre. Justamente porque él existe para los demás totalmente, él es totalmente él mismo —imagen final de la verdadera humanidad—. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, llegar a la humanidad verdadera, al ser para los demás y al ser-a-partir-de-Dios. El costado abierto del crucificado, la herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero ser humano del hombre: mirarán al que traspasaron.
II
Dirijamos una vez más nuestros ojos hacia el costado abierto de Cristo crucificado, ya que esta mirada constituye el sentido íntimo de la Semana Santa, que quiere desviar nuestros ojos de todas las atracciones del mundo, del espejismo de sus promesas de escaparate, hacia el verdadero punto de dirección, el único que puede garantizarnos el camino en medio del laberinto de callejuelas que giran siempre en torno al mismo lugar.
Juan expresó de un modo diferente el pensamiento de que la Iglesia debe su origen más profundo al costado traspasado de Cristo. Él alude al hecho de que de la herida del costado manó sangre y agua. Sangre y agua indican para él los dos sacramentos fundamentales, bautismo y eucaristía, que a su vez constituyen el contenido auténtico del ser-iglesia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son los dos modos a través de los cuales los hombres pueden ser incorporados al espacio vital de Jesucristo.
El bautismo, en efecto, significa que un hombre se hace cristiano y se pone bajo el nombre de Jesucristo.
El bautismo, que, como actuación sacramental del llegar a ser cristianos, nos une al nombre de Cristo, significa exactamente un acontecimiento similar al matrimonio: compenetración de nuestra existencia con la suya, inclusión de nuestra vida en la suya, que se convierte así en criterio y espacio de mi ser humano.
La eucaristía es a su vez comunión de la mesa con el Señor, que nos quiere transformar en él para conducirnos el uno hacia el otro, ya que todos comemos el mismo pan. En efecto, no somos nosotros los que asumimos el cuerpo del Señor, sino que es él quien nos saca, por así decir, fuera de nosotros mismos y nos incorpora a él para hacernos Iglesia.
Juan hace remontar los dos sacramentos a la cruz; los ve manar del costado abierto del Señor y considera cumplida la palabra del discurso de despedida: yo me voy y vuelvo a vosotros; precisamente mientras me voy vengo a vosotros; más aún, mi partida —la muerte sobre la Cruz— es ella misma mi retorno. Mientras vivimos, nuestro cuerpo no es sólo el puente que nos une recíprocamente, sino también la barrera que nos separa, nos recluye en la inaccesibilidad de nuestro yo, dentro de nuestra forma espacio-temporal. El costado abierto se convierte de nuevo en el símbolo de la nueva apertura que el Señor viene a construir mediante su muerte: la barrera del cuerpo ya no lo ata, sangre y agua corren a través de la historia. Por su resurrección él es el espacio abierto que nos llama a todos. Su retorno no es sólo un acontecimiento lejano, al final de los tiempos, sino que ha comenzado ya en la hora de su muerte, a partir de la cual él viene en medio de nosotros de un modo siempre nuevo.
En la muerte del Señor se ha cumplido el destino de la semilla de trigo: si ésta no cae por tierra permanece sola; pero cae y muere en la tierra, y así produce fruto al ciento por uno. Vivimos continuamente de este fruto de la semilla de trigo muerta: en el pan de trigo de la eucaristía recibimos la inagotable multiplicación de pan del amor de Jesucristo, suficiente para saciar el hambre de todos los tiempos.
quiere asumirnos tambiéna nosotros al servicio de esta multiplicación de panes. Los dos panes de cebada de nuestra vida podrán parecer inútiles, pero el Señor necesita de ellos y los exige.
Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, fruto de la semilla de trigo que muere. Recibirlos significa para nosotros darnos a ese movimiento del que provienen. Es decir, se nos exige que penetremos en ese perderse, sin el cual no nos podemos reencontrar: «Quien quiera conservar su vida la debe perder; pero quien la pierda por mi nombre y por el evangelio, la conservará»; esta palabra del Señor es la fórmula fundamental de la vida cristiana. Creer, en última instancia, no es otra cosa que decir sí a esta santa aventura de perderse, y precisamente aquí, a partir de su núcleo profundo, no es otra cosa que amor auténtico.
La vida cristiana recibe su forma determinante de la Cruz de Jesucristo y la apertura del cristiano al mundo, de la que se oye tanto hablar hoy, no puede hallar su verdadero modelo en otro que no sea el costado abierto del Señor, expresión de aquel amor radical, el único que puede redimir.
Lo que en primer lugar es signo de su muerte, expresión de su fracaso en el abismo de la muerte, es al mismo tiempo un nuevo comienzo: el crucificado resurgirá y no morirá más... De la profundidad de la muerte se alza la promesa de la vida eterna.
Sobre la Cruz de Jesucristo brilla para siempre el esplendor victorioso de la mañana de Pascua. Vivir con él a partir de la Cruz significa vivir siempre también bajo la promesa de la alegría pascual.
SÁBADO SANTO
I
Sábado Santo: día de la sepultura de Dios; ¿no es éste, de una manera impresionante, nuestro día? ¿No comienza nuestro siglo a ser un gran Sábado Santo, día de la ausencia de Dios, en el que hasta los discípulos tienen un vacío helador en el corazón que se hace cada vez más grande, y por este motivo se disponen, llenos de vergüenza y de angustia, a volver a casa y se encaminan a escondidas y destruidos en su desesperación hacia Emaús, no dándose cuenta en absoluto de que aquel que creían muerto estaba en medio de ellos?
Dios ha muerto y nosotros lo hemos matado: ¿nos hemos dado cuenta de que esta frase está tomada casi al pie de la letra de la tradición cristiana y que nosotros hemos repetido a menudo en nuestros viae crucis algo parecido sin darnos cuenta de la gravedad tremenda de cuanto decíamos? Nosotros lo hemos matado, recluyéndolo en la concha rancia de nuestros pensamientos habituales, exiliándolo a una forma de piedad sin contenido de realidad y perdida en el giro de las frases devocionales o de las preciosidades arqueológicas; nosotros lo hemos matado a través de la ambigüedad de nuestra vida, que ha extendido un velo de oscuridad también sobre él: en efecto, ¿qué habría podido hacer más problemático en este mundo a Dios, que la problematicidad de la fe y del amor de sus creyentes?
La oscuridad divina de este día, de este siglo que se convierte cada vez en mayor medida en un Sábado Santo, habla a nuestra conciencia. También nosotros tenemos que ver con ella. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo consolador. La muerte de Dios en Jesucristo es al mismo tiempo expresión de su solidaridad radical con nosotros. El misterio más oscuro de la fe es al mismo tiempo el signo más claro de una esperanza que no tiene límites. Y una cosa más: sólo a través del fracaso del Viernes Santo, sólo a través del silencio de muerte del Sábado Santo los discípulos pudieron ser llevados a la comprensión de lo que era verdaderamente Jesús y de lo que su mensaje significaba en realidad. Dios debía morir por ellos para poder vivir realmente en ellos. La imagen que se habían formado de Dios, en la que habían tratado de encerrarlo, debía ser destruida para que ellos, a través de los escombros de la casa derribada, pudieran ver el cielo, a él mismo, que permanece siempre el infinitamente más grande.
Nosotros tenemos necesidad del silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su grandeza y el abismo de nuestra nada que se haría cada vez más grande si no estuviese él.
Hay una escena en el Evangelio que anticipa de un modo extraordinario el silencio del Sábado Santo y aparece una vez más, por tanto, como el retrato de nuestro momento histórico. Cristo duerme en una barca que, zarandeada por la tempestad, parece naufragar.
El profeta Elías se había reído en una ocasión de los sacerdotes de Baal, que invocaban inútilmente a grandes voces a su dios para que hiciera descender fuego... ¿Pero no duerme Dios realmente? El escarnio del profeta, ¿no toca finalmente también a los creyentes del Dios de Israel que viajan con él en una barca que parece naufragar?
Dios duerme mientras sus cosas parecen naufragar, ¿no es ésta la experiencia de nuestra vida? La Iglesia, la fe, ¿no se asemejan a una pequeña barca que parece naufragar, que lucha inútilmente contra las olas y el viento, mientras Dios está ausente? Los discípulos gritan en la desesperación extrema y sacuden al Señor para despertarlo, pero él se muestra sorprendido y les reprocha su poca fe. ¿Pero acaso es distinto para nosotros? (...) Despierta, no dejes que dure eternamente la oscuridad del Sábado Santo, deja caer un rayo de Pascua también sobre nuestros días, acompáñanos cuando nos dirigimos desesperados hacia Emaús para que nuestro corazón se pueda encender con tu cercanía. (...) no nos dejes en la oscuridad, no permitas que tu palabra se pierda en el gran derroche de palabras de estos tiempos. Señor, danos tu ayuda, porque sin ti naufragaremos.
II
La ocultación de Dios a este mundo constituye el verdadero misterio del Sábado Santo, misterio al que se alude ya en las enigmáticas palabras según las cuales Jesús «descendió a los infiernos». Al mismo tiempo, la experiencia de nuestra época nos ha ofrecido una aproximación completamente nueva al Sábado Santo, ya que la ocultación de Dios al mundo que le pertenece y que debería anunciar con mil lenguas su nombre, la experiencia de la impotencia de Dios que es no obstante el Omnipotente, es la experiencia y la miseria de nuestro tiempo.
cuando se dice de manera misteriosa que Jesús «descendió a los infiernos». Digámoslo con toda claridad: nadie está en disposición de explicarlo verdaderamente. Ni queda más claro diciendo que aquí infierno es una mala traducción de la palabra hebrea shêol, que indica sencillamente todo el reino de los muertos, y, por tanto, la fórmula querría decir en origen sólo que Jesús descendió a la profundidad de la muerte, está realmente muerto y ha participado en el abismo de nuestro destino de muerte. Y surge entonces la pregunta: ¿qué es realmente la muerte y qué sucede efectivamente cuando se desciende a las profundidades de la muerte?
Ahora, sin embargo, la muerte es también vida.
Si un niño se tuviese que aventurar solo en la noche oscura a través de un bosque, tendría miedo aunque se le demostrara cien veces que no había ningún peligro. Él no tiene miedo de algo determinado, a lo que se le pueda dar un nombre, sino que en la oscuridad experimenta la inseguridad, la condición de huérfano, el carácter siniestro de la existencia en sí. Sólo una voz humana podría consolarlo; sólo la mano de una persona querida podría ahuyentar como un feo sueño la angustia. Se da una angustia —verdadera, que anida en las profundidades de nuestras soledades— que no puede ser superada mediante la razón, sino sólo con la presencia de una persona que nos ama.
Sin embargo, allá donde se da una soledad tal que no puede llenarse ya por la palabra transformadora del amor, entonces nosotros hablamos de infierno. Y nosotros sabemos que no pocos hombres de nuestro tiempo, aparentemente tan optimista, son de la opinión de que todo encuentro se queda en la superficie, que ningún hombre tiene acceso a la última y verdadera profundidad del otro y que, por tanto, en el fondo último de toda existencia subyace la desesperación, más aún, el infierno.
Jean-Paul Sartre expresó esto en la práctica en una obra de teatro y, al mismo tiempo, expuso el núcleo de su doctrina del hombre. Una cosa es cierta: se da una noche en cuya oscuridad y abandono no penetra ninguna palabra que conforte, una puerta que nosotros debemos atravesar en absoluta soledad: la puerta de la muerte. Toda la angustia de este mundo es, en último término, la angustia provocada por esta soledad.
El término empleado en el Antiguo Testamento para el reino de los muertos era el mismo con que se indicaba el infierno: shêol. La muerte, en efecto, es soledad absoluta. Pero la soledad que ya no puede ser iluminada por el amor, que es tan profunda que el amor ya no puede acceder a ella, es el infierno. «Descendió a los infiernos»: esta confesión del Sábado Santo significa que Cristo ha atravesado la puerta de la soledad, que ha descendido al fondo inalcanzable e insuperable de nuestra condición de ser abandonado. Sin embargo, esto significa que también en la noche extrema en la que no penetra ninguna palabra, en la que todos nosotros somos como niños despreciados, llorosos, se da una voz que nos llama, una mano que nos toma y nos conduce. La soledad insuperable del hombre ha sido superada desde el momento en que Él se ha encontrado en ella. El infierno ha sido vencido desde el momento en que el amor ha entrado también en la región de la muerte y la tierra de nadie de la soledad ha sido habitada por él. En lo profundo de sí el hombre no vive de pan, en la autenticidad de su ser vive por el hecho de que es amado y de que se le permite amar. A partir del momento en que en el espacio de la muerte se da la presencia del amor, se da la vida en medio de la muerte: «la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma», reza la Iglesia en la liturgia de difuntos.
acercarnos a la hora de nuestra soledad última, se nos concederá comprender algo de la gran claridad de este oscuro misterio. En la certeza cargada de esperanza de que en aquella hora de extremo abandono no estaremos solos podemos presagiar ya ahora algo de lo que sucederá. Y en medio de nuestra protesta contra la oscuridad de la muerte de Dios comenzamos a estar agradecidos por la luz que viene a nosotros desde esta oscuridad.
III
En el breviario romano, la liturgia del triduo pascual está estructurada con un cuidado particular; la Iglesia, con su oración, quiere transportarnos, por así decir, a la realidad de la pasión del Señor y, más allá de las palabras, al centro espiritual de lo que sucedió. Si se quisiera intentar destacar en pocos trazos la liturgia orante del Sábado Santo, sería necesario hablar sobre todo del efecto de paz profunda que emana de ella.
Ya se ha hecho verdadera la audaz palabra del salmista: aunque me quisiera esconder en el infierno, también allí estás tú. Y cuanto más se recorre esta liturgia, más se perciben brillar en ella, como una aurora de la mañana, las primeras luces de la Pascua.
Si el Viernes Santo nos pone ante los ojos la figura desfigurada del traspasado, la liturgia del Sábado Santo se refiere más bien a la imagen de la Cruz más apreciada por la Iglesia antigua: a la Cruz rodeada por rayos luminosos, signo a un tiempo de la muerte y de la resurrección.
El Sábado Santo nos remite así a un aspecto de la piedad cristiana que tal vez se ha extraviado en el transcurso de los tiempos. Cuando nosotros miramos a la Cruz en la oración, a menudo vemos en ella solamente un signo de la pasión histórica del Señor en el Gólgota. Sin embargo, el origen de la devoción a la Cruz es distinto: los cristianos rezaban en dirección a Oriente para expresar su esperanza de que Cristo, el sol verdadero, amanecería sobre la historia, para expresar, por tanto, su fe en el retorno del Señor. La Cruz está en un primer momento ligada estrechamente a esta orientación de la oración, se representa, por así decir, como si fuera la enseña que el rey enarbolará a su llegada; en la imagen de la Cruz la avanzadilla del cortejo ya está en medio de aquellos que rezan. Para el cristianismo antiguo, la Cruz es signo sobre todo de la esperanza. No implica tanto una referencia al Señor que ha pasado, cuanto al Señor que está por venir.
Era necesario defender la santa insensatez del amor de Dios que no eligió pronunciar una palabra de poder, sino recorrer la vía de la impotencia para humillar nuestro sueño de poder y vencerlo desde dentro.
Pero ¿no habremos olvidado así un poco demasiado la conexión entre Cruz y esperanza, la unidad entre el Oriente y la dirección de la Cruz, entre pasado y futuro existente en el cristianismo? El espíritu de la esperanza que respira sobre las oraciones del Sábado Santo debería penetrar de nuevo todo nuestro ser cristianos. El cristianismo no es sólo una religión del pasado, sino, en una medida no menor, del futuro; su fe es al mismo tiempo esperanza, ya que Cristo no es sólo el muerto y resucitado, sino también aquel que está por venir.
Oh Señor, ilumina nuestras almas con este misterio de la esperanza para que reconozcamos la luz que irradia tu Cruz; concédenos que como cristianos avancemos tendiendo hacia el futuro, hacia el encuentro con el día de tu venida.
ORACIÓN
Señor Jesucristo, en la oscuridad de la muerte Tú has dado luz, en el abismo de la soledad más profunda habita ya para siempre la protección poderosa de Tu amor; en medio de Tu ocultación podemos ya cantar el aleluya de los salvados. Concédenos la sencillez humilde de la fe, que no se deje desviar cuando Tú nos llames en las horas de oscuridad, de abandono, cuando todo parezca ser problemático: concédenos, en este tiempo en el que se combate en una lucha feroz en torno a Ti, luz suficiente para no perderte; luz suficiente para que podamos darla a cuantos tienen aún necesidad de ella. Haz brillar el misterio de Tu alegría pascual, como aurora de la mañana, en nuestros días; concédenos poder ser verdaderamente hombres pascuales en medio del Sábado Santo de la historia. Concédenos que a través de los días luminosos y oscuros de este tiempo podamos encontrarnos siempre con ánimo alegre en camino hacia Tu gloria futura.
Amén.
+++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++
Traducción: Gabriel Lanzas
+++++++++++++++++++++++++++++++++++
Un libro imprescindible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario