domingo, 24 de agosto de 2025

293. Historia de mi vida. (san Juan Pablo II). Ediciones Encuentro

Leer la vida de los santos es fundamental para crecer en nuestra fe y amor en Cristo y fortalecerlas. 

La Iglesia tiene muchos santos en el Cielo, que conforman la Iglesia triunfante y cuyas vidas en la tierra, tan distintas entre ellas, son los distintos caminos de santidad, que nos ayudan como modelos de vida cristiana para alcanzar la santidad y llegar a  la comunión plena con Dios.

Esta biografía, como se señala en la contraportada del libro, ha sido elaborada a partir de las confidencias personales, que él mismo fue revelando en cerca de 15 000 textos y discursos dirigidos a personas de todo el mundo durante sus casi 27 años de su pontificado.

Es importante resaltar que los santos han sido personas como nosotros, de carne y hueso, y que eligieron ejercer su libertad, voluntad e inteligencia hacia Dios. Ejemplos de santos hay muchos, y sobre ellos la Iglesia tiene mucha devoción. 

San Juan Pablo II nació el 18 de mayo de 1920 y bautizado el 20 de junio con el nombre de Karol Jozef Wojtyla. Su padre era un oficial del ejército de cuarenta años y su madre una ama de casa de treinta y seis años. Su hermano, Edmund, era catorce años mayor. Una hermanita hubo fallecido antes que karol naciera.

A continuación realizaré una transcripción literal de algunos pasajes de las palabras del santo:

Mi padre era digno de admiración y casi todos mis recuerdos de infancia y adolescencia lo tienen a él como referencia. 

Sabemos lo importante que son los primeros años de vida, la infancia, la adolescencia, para el desarrollo de la personalidad humana, de su carácter. Precisamente estos años me unen indisolublemente a Wadowice, la ciudad y sus alrededores. Cuando echo la mirada atrás para observar el largo viaje de mi vida, me doy cuenta de cómo el ambiente, la parroquia, mi familia, me han llevado a la pila bautismal en la iglesia de Wadowice, donde el 20 de junio 1920 se me dio tanto la gracia de ser un hijo de Dios como la fe en mi Redentor (7-VI-79).

Estoy convencido de que jamás en ninguna fase de mi vida mi fe ha sido un mero fenómeno «sociológico», que derivaba simplemente de las costumbres y la forma de ser de mi entorno. Es decir, una fe definida por el hecho de que los que me rodeaban «creían y actuaban así». Nunca consideré mi fe como «tradicional», a pesar de que he desarrollado una admiración creciente por la tradición de la Iglesia y por esa parte viva de ella que ha nutrido la vida, la historia y la cultura de mi país. Sin embargo, considerando con la mayor objetividad posible mi fe, siempre me pareció que no tenía nada que ver con ningún tipo de conformismo, sino que nació de lo más profundo de mi «yo» y que fue también el resultado de los esfuerzos de mi espíritu por buscar una respuesta a los misterios del hombre y del mundo. Siempre he visto claramente que la fe es un don (NA 35). 

Hoy deseo venerar a san Carlos Borromeo, de quien recibí el nombre el día de mi bautismo. Más de una vez he tenido ocasión de hacer una peregrinación a su tumba en la catedral de Milán, así como de visitar los lugares relacionados con su vida, como Arona.

Aquí, en Roma, descansa su corazón en la iglesia de San Carlo al Corso, a él dedicada.

Esto es un detalle muy elocuente, pues muestra cómo este cardenal y pastor de la Iglesia ambrosiana de Milán fue, al mismo tiempo, un servidor de las causas universales de la Iglesia (4-XI-79).

La muerte de mi madre se me grabó profundamente en la memoria y, tal vez, todavía más la de mi hermano, debido a las circunstancias dramáticas en que sucedió y porque yo era más maduro. Así me convertí en huérfano de madre y en hijo único relativamente temprano (NA 12).

A mí, la experiencia de la acción del Espíritu Santo me la transmitió especialmente mi padre cuando tenía vuestra edad. Cuando tenía alguna dificultad, él me recomendaba que rezase al Espíritu Santo. Y esta enseñanza suya me ha enseñado el camino que he seguido hasta la fecha (26-IV-97).

Un día, mi padre me regaló un libro de oraciones entre las que había una oración al Espíritu Santo. Me dijo que la rezase diariamente. Así que desde ese día trato de hacerlo (VL 148).

Las manos de mi madre me enseñaron este misterio de juntar mis pequeñas manos de niño para rezar, mostrándome cómo hacer la señal de la cruz, el signo de Cristo, que es el Hijo de Dios vivo (14-VIII-91). 

...

Cómo parte de su testamento espiritual San Juan Pablo II nos comunicó lo siguiente:

A medida que se acerca el final de mi vida terrena, vuelvo con la memoria a los inicios, a mis padres, a mi hermano y a mi hermana (a la que no conocí, pues murió antes de mi nacimiento), a la parroquia de Wadowice, donde fui bautizado, a esa ciudad tan amada, a mis coetáneos, compañeras y compañeros de la escuela, del bachillerato, de la universidad, llegando hasta los tiempos de la ocupación, en los que trabajé como obrero,

y después a la parroquia de Niegowic, a la de San Florián en Cracovia, a la pastoral de los universitarios, al ambiente..., a todos los ambientes..., a Cracovia y a Roma..., a las personas que el Señor me ha encomendado de manera especial.

A todos les quiero decir únicamente una cosa: ¡que Dios os dé su recompensa! «In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum». (17-III-00).


Notas:

NA = André Frossard – Giovanni Paolo II, «Non abbiate paura!» [No tengáis miedo], Rusconi, 1983.

VL = Giovanni Paolo II – Vittorio Messori, Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona, Plaza y Janés, 1994.


 


 

 




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