Stefan Zweig inventa un personaje completamente sorprendente. Me refiero a Mendel. Mendel es un hombre de cabello plateado, corto de vista, descuidado en su apariencia personal, judío, ex postulante para rabino, y cuyo mundo es ocupado absolutamente por los libros. Mendel, siempre sentado en un rincón en el Café Gluck, se dedica a leer y leer títulos de libros, de lo que sea, recopila en su prodigiosa memoria datos como las fechas de publicación, nombre de autores, número de páginas, precios, etc, y los va acumulando en su gigantesca memoria para convertirse en un catálogo andante. Es esquivo con la gente, es evidente que Mendel aprecia más a los libros que a las personas, pero no fastidia a nadie. Solo desea leer horas enteras. Uno queda fascinado por Mendel, librero de viejos pero también siento tristeza porque es un hombre solitario, sin familia, y pese a su extraordinaria memoria para los datos de inventario, su inteligencia no le permite sumergirse a las literatura, como un lector natural lo haría. Toda actividad mental esta dedicada a acumular datos que pueden encontrarse en los ficheros de biblioteca, pero Mendel, lamentablemente no entra a la lectura como se puede suponer. No va al contenido. Y eso es lo triste, y paradójico de su existencia. No es un lector de verdad. Porque la lectura te transforma, te regocija, te permite entender muchas cosas y mejorar como persona. En tiempos de Mendel, primeras décadas del siglo XX, no había publicado tantos libros horrendos como ahora se pueden encontrar en cualquier anaquel de las librerías que invierten en publicidad más que en tener libros de autores clásicos e inmortales.
Pero bien, aceptamos a Mendel, que es como un niño que juega eternamente el mismo juego, que no levanta la mirada porque está ensimismado, regocijado con lo que le ofrecen libros tras libros. Ha dejado de llegar a ser un rabino para convertirse en un vendedor de libros. Pero pese a todo, es una actividad de lo más pacifica, cero violencia, de una aspiración elevada, de un encuentro con la historia y el intelecto de los hombres.
Mendel, causa también admiración. Es como un eremita, un asceta que vive en un desierto dedicándose a la lectura pese a estar rodeado de tanta gente bulliciosa.
Cito
"Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención. Aquella memoria específica de anticuario de Jakob Mendel, en último término improductiva y no creativa, mero inventario de cientos de miles de títulos y nombres grabados en la blanda corteza cerebral de un mamífero, en lugar de, como en otro tiempo, escritos en un catálogo en forma de libro era, no obstante, en su perfección, única, un fenómeno de no menor importancia que la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofanti para los idiomas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez o la de Busoni para la música."
Dejemos a Mendel leyendo en su rincón favorito en el Café Gluck.
Pero el libro también presenta otro personaje. Uno completamente distinto. Uno que viene con la Gran Guerra. Se trata de la administración pública, del gobierno alemán que canallescamente atropella contra todo lo extranjero en plena guerra mundial.
Y aquí necesariamente uno toma partido por Mendel. Mendel que se ve aplastado por ese monstruo burocrático, ese Leviathan, esa bestia infernal que va contra inocentes y destruye sus almas. Porque eso es lo que hicieron con el tierno Mendel, lo agarraron como un trapo viejo y destruyeron su alma, su amor, su fe, su vida.
Solo una mujer nunca se olvidó de él, una mujer sencilla, que hacía la limpieza del bar y le atendía con buñuelos o le cocía los botones de la camisa. Una mujer caritativa que vió en Mendel un hermano a quien socorrer. Fue la única. Todos los demás solo se aprovecharon de su fascinante memoria para obtener lo suyo de manera egoísta. Eso refleja también una ruptura en el mundo espiritual, una pérdida de las virtudes.
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